El
camarada Dimitri Rodionovich Timoshenko miraba caer la nieve sobre la taiga. A fines de
diciembre no cabía hacerse grandes esperanzas respecto a un hipotético
mejoramiento en las condiciones climáticas. El camarada Timoshenko suspiró,
pensando – quizás – en la soleada aldea, cercana al Mar Negro, en la que había
nacido, más de seis décadas atrás, y sus inviernos benignos y veranos radiantes
de sol sobre los trigales.
El
camarada Timoshenko se estremeció, hundiendo aún más las manos en el capote recién
recibido de Moscú, de basta confección, pero abrigado. Hasta las ganas de fumar
quitaba el frío siberiano, pero Dimitri Rodionovich sacó su mano derecha del cálido cobijo para
buscar en el bolsillo superior de su chaquetilla una arrugada marquilla de
cigarrillos “Acorazado Potemkin”. Se acercaba el camarada oficial Konstantin
Davidovich Volodsky, resoplando por el esfuerzo de caminar sobre la nieve
blanda, y Dimitri Rodionovich sabía que su jefe de brigada apreciaba los gestos
de cortesía de parte de sus subordinados, cómo invitarlo con un cigarrillo, o
procurar que todas las mañanas encontrara sus botas limpias y lustradas al lado
de la puerta de su camarote.
El
camarada oficial, un joven de menos de treinta años, egresado de la Academia Pugachov
de Oficiales Penitenciarios, era hijo del legendario David Moiseievich
Volodsky, héroe de la Revolución, dos veces condecorado con la Orden de Lenin y
miembro del Buró Central del Partido. Su presencia en ese campamento de
re-educación política sólo podía interpretarse como el escalón inicial de una
ascendente (y rauda) carrera dentro del sistema de prisiones soviético.
El
camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko, a más de treinta años de su
conversión a la Revolución, ya había visto pasar muchos jóvenes como el
camarada Konstantin Davidovich Volodsky en ese puesto. Y a algunos de ellos,
inclusive, los había recibido después como huéspedes de la institución.
Haciendo
caso a su experiencia como revolucionario, y a centurias de sabiduría popular
campesina, Dimitri Rodionovich siempre trataba de mostrarse servicial y atento
a las necesidades de los jóvenes camaradas que – haciendo sus primeras armas al
servicio de la Revolución – llegaban al campamento de re-educación política con
las últimas teorías sobre la regeneración de criminales políticos y los métodos
para su reinserción exitosa en la gran tarea de construir la patria de los
trabajadores.
“Un
oficial siempre es un oficial”, recordó el camarada Timoshenko que le decía su
padre, el viejo Rodión Petrovich, ya sea que defienda al Padrecito Zar Nicolás
Nicoláievich, o a los bolcheviques que lo destronaron y fusilaron, “y su fusta
es muy ligera”, concluía el viejo, con los ojos entrecerrados y en voz baja.
El
camarada oficial Konstantin Davidovich Volodsky acercó su cigarrillo al fósforo
encendido que el camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko le ofrecía,
y – aspirando con fruición el azulado humo de su “papirosa” – clavó su mirada en
el interior del campamento, del que salían, al trote y con las manos en los
bolsillos, los internos. La taiga, monótonamente blanca, no ofrecía puntos de
referencia.
“¿Qué
tarea tienen que cumplir hoy los reclusos Zamuk y Wolkof, Dimitri Rodionovich?”
inquirió el oficial Konstantin Davidovich Volodsky. El camarada Dimitri
Rodionovich Timoshenko se apresuró a sacar sus manos del capote, y extrayendo
un ajado papel del interior del mismo leyó sin vacilaciones: “los condenados
traidores desviacionistas troskystas Wolkof y Zamuk están asignados a la
cocina, camarada oficial Volodsky”.
Konstantin
Davidovich inspiró otra bocanada, y mientras sacaba una hebra de tabaco pegada
a sus labios dio unos golpes en el piso con los tacones de sus relucientes
botas de blando cuero.
El
camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko miró por un instantes sus
propias botas, duras y resecas, pero no extrajo ninguna conclusión de la diferencia. Los
oficiales tenían uniformes y botas nuevas, la tropa se arreglaba con los
rezagos, siempre fue así y Dimitri Rodionovich no tenía motivos para suponer
que alguna vez sería distinto. “No sirve de nada pensar sobre lo que está bien
y lo que está mal”, era otra de las frases favoritas del viejo Rodión
Petrovich, y Dimitri Rodionovich nunca puso en discusión la sabiduría de su
padre.
“¿Qué
informa el camarada Simeón Ivanovich?” preguntó el joven Konstantin Davidovich
Volodsky, mirando las filas de prisioneros que formaban filas para la revista matinal.
Dimitri
Timoshenko, carcelero desde los inicios de la Revolución, buscó unos segundos
una página detrás de la lista de prisioneros. “El camarada doctor Simeón Grobotkin
informa que las tendencias antisociales y contrarrevolucionarias de los
condenados Wolkof y Zamuk no han demostrado signos de mejora, camarada
Volodsky”, informó, sin ninguna inflexión particular en la voz.
Kostia,
como lo llamaba su padre, Consejero del Soviet Supremo, al joven oficial
Konstantin Davidovich Volodsky, apagó la colilla de su cigarrillo con la punta
de su bota mientras trazaba un garabato
en la nieve con la fusta. Miró hacia la taiga y su vista se detuvo en un enorme
montón de troncos que esperaban ser cortados para el piso de una nueva barraca.
“Asígneles la madera, Dimitri Rodionovich.”, ordenó
brevemente, para después agregar, mirando a los ojos al carcelero: “Sólo a
ellos dos”.
Dimitri Rodionovich Timoshenko se cuadró, juntando
con energía los tacos de sus botas y haciendo la venia contestó, con la
práctica de décadas en el Ejército Rojo: “Comprendido, camarada oficial”. Sin
pedir explicaciones complementarias Dimitri Rodionovich se dirigió hacia las
filas de prisioneros, a quienes cansinamente contaba el cabo Alexander
Pavlovich Buriatin, ex prisionero él mismo, que cumplía la segunda parte de su
condena - por anarquismo y robo a la
propiedad del pueblo - en Wolodczin, a
escasos dos kilómetros del campamento, bajo el régimen de libertad vigilada.
El carcelero Timoshenko llamó a Wolkof y Zamuk mientras, con una mirada, hacía ver a
Buriatin que él se hacía cargo.
Wolkof
y Zamuk se acercaron caminando despacio, años de reclusión en el campamento de
re-educación política no los habían hecho mejores ciudadanos ni comunistas,
pero habían aprendido – sin dudas – a ahorrar energías. Cuando estuvieron
frente al veterano guardia se detuvieron, parados entre firmes y descanso, pero
con las manos en los bolsillos. Dimitri Rodionovich los esperó, con las manos a
la espalda, y secamente les impartió la orden del día: “Toda esa madera tiene
que estar cortada antes de las 6 de la tarde, empiecen”.
Iván
Ivanovich Zamuk y Pável Borisóvich Wolkof se miraron, y con la misma actitud
corporal de prescindir del despilfarro de fuerzas, caminaron sin detenerse
hasta la madera acumulada en un montón, descargada del camión que,
mensualmente, iba por ella al bosque.
El
camarada Timoshenko miró sin expresión cómo los prisioneros colocaban unos
troncos cortos a modo de caballete, y – tomando cada uno un extremo de la larga
sierra – comenzaron a aserrar metódicamente, sin prisa, pero sin pausa.
Llegada
la noche, Dimitri Rodionovich buscó en la fila de prisioneros que volvían de
sus tareas a Wolkof y Zamuk, y ante su ausencia se dirigió al cabo Buriatin,
para preguntarle por los reclusos. Alexander Pavlovich Buriatin no se
distinguía por la velocidad de sus procesos mentales, pero disimulaba la
carencia – o creía hacerlo – repitiendo las preguntas que le formulaban, con
aire de considerar el asunto. Dimitri Rodionovich
conocía a sus subordinados, y antes que el cabo Buriatin terminara de repetir
la pregunta le informó que en caso de no presentarse con los prisioneros en
cinco minutos podía darse por arrestado. El rostro de Alexander
Pavlovich se iluminó en una mueca de comprensión, y sin repetir ni una letra
salió disparado hacia la taiga, débilmente iluminada por los reflectores
periféricos del campamento.
No le hizo falta buscar mucho. Wolkof y Zamuk llegaban en ese momento, limpiándose
aserrín de los uniformes, y sin apretar el paso. Sus rostros se veían
acalorados, pero no descompuestos, notó – con algo de íntima satisfacción – Dimitri Rodionovich Timoshenko.
El
camarada carcelero, presintiendo la respuesta, inquirió a los prisioneros sobre
el grado de avance de la tarea. Tanto Wolkof como Zamuk, parados no muy firmes,
pero sin que su posición pudiese ser tachada de indolente, contestaron al
unísono: “Terminada, camarada Dimitri Rodionovich”.
Dimitri
Rodionovich, secamente y con un ademán, los envió al comedor. Una vez alejados,
anotó sus nombres nuevamente para el trabajo en la cocina al día siguiente.
A
la mañana siguiente, la taiga amaneció como de costumbre, pero el camarada
Konstantin Davidovich Volodsky parecía de peor humor. Se acercó a Dimitri
Rodionovich y, sin siquiera preguntar
qué tareas debería desarrollar ese día Wolkof y Zamuk , le ordenó que los
enviara – a ellos y sólo a ellos – a
vaciar las letrinas del campamento y distribuir su contenido, presumiblemente
como abono, en la base de cada uno de los abedules recién plantados en la
periferia del campo.
Dimitri
Rodionovich, sin inmutarse, giró sobre sus talones, buscando al cabo Buriatin
con la mirada, pero, al no hallarlo inmediatamente, gritó los nombres de los
reclusos, mientras tomaba nota mentalmente de la falta de su subordinado
directo.
Wolkof
y Zamuk se cuadraron, ni muy obsecuentes ni muy contestatarios, ante el viejo
Rodión, quién los impuso de sus obligaciones para el día, en pocas palabras,
tal su costumbre.
Si
algo pasaba en el interior del camarada carcelero, no se reflejaba en su
rostro. Expresar las emociones era superfluo, le había enseñado su padre, y
Dimitri Rodionovich, que había servido a la Revolución luchando contra la
intervención, y sobrevivido a la invasión alemana defendiendo a la madre
patria, nunca encontró motivos que lo convenciesen de lo contrario.
Esa
tarde, recorriendo el perímetro del campo, el viejo revolucionario, guardia
rojo, partizano, suboficial del glorioso Ejército Rojo y actual carcelero, tuvo
que reprimir una sonrisa de satisfacción, cuando vio la prolijidad con que
habían realizado su trabajo los condenados traidores desviacionistas
troskystas, distribuyendo de forma uniforme todo el contenido de las letrinas
del campamento en todos y cada uno de los abedules plantados cada cinco
“arshins”. El viejo Dimitri no podía
acostumbrarse, más de veinte años después de su implementación, al sistema
métrico decimal.
Esa
noche, Dimitri Rodionovich se ocupó personalmente de que los delincuentes
antisociales y contrarrevolucionarios Wolkof y Zamuk no tuviesen ningún trabajo
extra, e incluso que el recluso que servía el “borshch” se ocupara de que
Wolkof y Zamuk encontraran algo más sólido que remolachas en el fondo de la
sopa. Si los reclusos lo notaron, no se lo hicieron saber, quizás agotados por
el trabajo que normalmente hacían ocho personas, o quizás por participar de las
ideas del viejo Rodión Petrovich respecto a la expresión de los sentimientos.
Por
la mañana, la temperatura había bajado de forma notable, y el camarada
carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko esperaba la llegada del camarada
oficial Konstantin Davidovich Volodsky, barruntando tal vez qué tipo de trabajo
les impondría ese día a los reclusos Wolkof y Zamuk.
Pero
Kostia había tenido una mala noche, o estaría redactando su informe semanal, el
caso es que no se hizo presente esa mañana. Dimitri Rodionovich dejó que la
distribución de tareas se hiciese según el orden del día, sabiendo que Wolkof y
Zamuk serían asignados a su puesto de trabajo habitual. Siguió a los reclusos
y, ya en la cocina, les señaló un montón de bolsas de papas, ordenándoles que
separaran las grandes de las chicas, para distintas comidas.
Si
alguien le hubiese prestado atención al curtido semblante del viejo
revolucionario, habría detectado algo así como una sonrisa cuando dejó a los
condenados reclusos traidores troskystas sentados en unas sillas bajas, con las
bolsas de papas ante sí, y en el casi confortable ámbito de la cocina.
La
noche no tardó en llegar más que de costumbre, y terminando otra de sus
recorridas el camarada Timoshenko se dirigió a la cocina.
Los
condenados traidores desviacionistas troskystas Wolkof y Zamuk, sentados frente
a frente, con el mismo montón de bolsas a sus espaldas, y una de estas, abierta
entre ellos, discutían acaloradamente.
Esta
imagen fue demasiado para el viejo carcelero, que, tirando por la borda todo lo
aprendido de su padre, demostró con creces los sentimientos que lo embargaron
en ese momento:
“¡Ahh,
troskos de mierda! ¡Son buenos para serruchar el piso y desparramar mierda,
pero cuando tienen que tomar una medida no sirven ni para clasificar papas!”