En el límite entre Echesortu y La República, desde antes que muchos de nosotros trajinemos estas calles, la ciudad, como mojón inevitable, contó con un ícono, de esos que las personas, la gente - al decir de los medios - consagró.
Casín y burros, comerciantes chamuyeros y laburantes silenciosos, tacheros gritones y curas de barrio, "
La Capilla" le brindó - democrática - su café a la medida a todos.
Desde la vereda del Boulevard Avellaneda los parroquianos vespertinos miraron, por sobre el "
balón" o el "
liso", las figuras de vecinas y transeúntes de calle Mendoza, rosarinas al fin, con todo lo que eso implica.
Allí, en la década del '50, recalaba todas las noches el "Cholo Fernández", viniendo de su laburo en una farmacia céntrica. Llegaba el hombre, y dejaba su bicicleta apoyada junto a la ventana que mira a calle Mendoza, por aquellos tiempos de doble mano. Sentado siempre en la misma mesa, el Cholo, llorando por dentro vaya a saber qué desengaño, se chupaba dos tubos, silenciosa y consuetudinariamente. Después, con el paso algo vacilante, producto del cansancio de la jornada parado tras un mostrador, y el tinto, claro, se subía a su bicicleta rumbo a su piecita, en una pensión cercana a Rosario Oeste.
Cuentan los muchachos, pero ya sabemos cómo hay que tomar las leyendas populares, que cierta noche los parroquianos se confabularon, dando vuelta la bicicleta. El Cholo, finalizada su ingesta, tomó la misma y sin fijarse mucho en el tránsito rumbeó nuevamente hacia el centro. La bici no podía mentirle, supuso.
De estas, miles de historias cimentan las paredes de ese lugar, no dejemos que la lógica del capital las derrumbe:
¡ Salvemos La Capilla !