A una vida segada en La Moneda“Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida.”
Paul Nizan
“Aden-Arabia” (1932)
Durante muchos años esta frase repiqueteó en mi cabeza, desde principios del ‘73, marzo, a mor de precisión. Por ese tiempo trabajaba en una librería, completaba (o deformaba) mi educación asistiendo los viernes a la escuela, a fin de enterarme que había pasado durante la semana, sin mucho énfasis, he de reconocer algo tardíamente.
Años después supe que la impresión que la frase me causó no era nada original, muchos antes que yo habían sucumbido ante la fuerza de esas dos líneas. ¿Qué terrible sino había marcado al autor para contradecir de modo tan categórico la sabiduría popular, la mera evidencia empírica, la cotidiana apariencia que muestra al sol “moviéndose” sobre nosotros?
Ya sea por comprensión, o por empatía inexplicable adivinaba una historia hermosa y terrible, como un ángel caido, especulé con el paso del tiempo y lecturas sugerentes. No me atreví, en aquel entonces, a continuar la lectura. Ese texto permaneció en mi imaginación como un paisaje velado por la niebla matutina. Algo así como un vallecito que vemos al costado del camino, un cartel con un nombre que nos atrae, pero nuestro derrotero no pasa por allí. Nos prometemos volver, pero, ya se sabe: la vida es corta.
Y, mientras mis veinte años pasaban, fugaces, y los treintas se perdían, indistintos, la curiosidad se desvanecía un tanto, persistiendo, como rescoldo de fogata que titila, la ominosa sentencia, que, casi sin darme cuenta, empezó a relumbrar con luz propia, cobrando autonomía y generando un deseo, casi una obsesión: la usaría algún día.
Así, hoy, después de tanta vida, amor, dicha y llantos, encontré el lugar en el que brillaría, como esas gemas solitarias, sólo que adornando un texto modesto, de entrecasa. Como si a un hermoso diamante lo sacásemos del terciopelo al que realza, para colocarlo en el arrabalero percal, de barrio, sí, pero limpio y honesto ché.
Yo tenía quince años. No permitiré que nadie diga que no es la edad más hermosa de la vida.
Septiembre del ‘73 vino cargado de vientos, vientos terribles, vientos de libertad y de esperanzas, y una tempestad que marcó a nuestra generación.
El once de septiembre, un día del maestro como tantos, trajo, como un zonda pestilente, la negra humareda y el ulular de los bombardeos. Los dias que siguieron, grávidos, húmedos de sangre y lágrimas amanecían con truenos de fusilería, con alaridos pavorosos. Las noches se interrumpían con pesadillas en las que manos sin rostro empuñaban guitarras que disparaban notas. Canciones desarmadas le ponían, en esas jornadas, el pecho a los fusiles. Y sin embargo el cielo aún parecía al alcance de las manos, bastaba proponérselo, había que desearlo con la intensidad del que se despoja de todo y se abandona en el mar del “nosotros”. Muchos piadosos varones de otros tiempos hubiesen querido sentir esa pasión que nos consumía el pecho.
Tener quince años en esos días fue como cuando papá te dejó quedarte hasta tarde esa vez.
Era entrar de colado a una fiesta para grandes, pero los “grandes”, cuando te descubrían marchando a su lado, te sonreían y guiñaban el ojo; era sentirse cómplices de la felicidad de crecer siendo parte de algo más importante que uno mismo, de la embriagante sensación de comunión, de hermandad elegida.
Descubrimos, o creímos descubrir, nosotros, los de entonces, que se puede torcer el destino. Creímos que nuestras ideas, nuestro amor por la vida y los hombres, se impondrían por la verdad que encierran, por la luminosa justicia que representan. Sólo había que “ponerle el cuerpo”, y ser consecuentes en la lucha, que era presente, porque el porvenir era nuestro.
Aprendí, en esos días, a marchar “codo a codo”. Al calor de ese fuego que nos subía a las gargantas de forjaron amores, amistades, y -claro - ideales.
En Chile se jugaba una parte de nuestro futuro, y si bien lo decíamos, creo - ahora - que no lo creíamos. Nada estaba aún decidido en esos días de septiembre, que con su devenir debieron recordarnos que se pueden cortar todas las flores, pero nunca abolir la primavera. Pero esto lo sabemos ahora, en aquellas maravillosas, trágicas, iluminadas noches de la primavera del ‘73 intuíamos que la mejor empalizada contra el odio y la codicia de los poderosos eran los miles y miles de anónimos protagonistas de su destino en las calles.
Fueron las tardes y noches en que llenamos las plazas, gritando ¡Viva Chile, mierda! Fueron los días en que cantamos, con la potencia de la juventud y el amor a los desposeídos, a los masacrados, a los explotados: “de pié, luchar, el pueblo va a triunfar. Será mejor la vida que vendrá”.
Inevitablemente estos recuerdos están marcados a fuego por la presencia de miles y miles, que marcharon en la vanguardia, que honraron con su vida el compromiso contraído en esos días.
Soy un romántico incurable, ya se sabe, y algún lagrimón me aflora ante el recuerdo de tanta vida masacrada, de tanta potencia tronchada en flor. de tanta saña puesta al servicio de la codicia, de tanto odio contra la solidaridad, de tanta metralla y descarga eléctrica sobre los cuerpos, sobre los templos de humanidad de sangre, carne y nervio. Tanta agua podrida para apagar tanto fuego de rebeldía, tanto viento de libertad como el que encarnaban nuestros treinta mil compañeros que nos marcaron el camino: ¡Es por acá, no aflojes! Es mejor la vida que la muerte, el amor que le tuvieron a su pueblo y a su gente que el odio de los expropiadores y apropiadores.
También para ellos, o mejor: sobre todo para ellos va mi recuerdo a una vida segada en La Moneda.
1 comentario:
Mierda Udi, que chirlo me diste en el alma.
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