Bella Ciao, una versión "pulenta pulenta"

viernes, 15 de febrero de 2008

¿Contamina Botnia?

¿Contamina Botnia?

Como en tantos otros temas, la respuesta no es unívoca, pero - y aquí está
la distinción - tampoco es científica.
La respuesta, como tantas otras veces, es política.
La ciencia me asegura que a tal tenor de concentración de "dioxinas",
digamos, mueren los mosquitos. ¿Esto es aceptable?
Un poquitín más y ya resultan fatalmente perjudicados peces y batracios.
Bueno, ¿Qué futuro tendrían los sapos sin los mosquitos, base de su dieta?
Me dirán. Aceptado.
Un poco más, pero no mucho ¿Eh?, y ya son las aves, entre ellas los
flamencos, tan vistosos ellos. ¿Es tolerable?Aumentemos un pelito el meneado
tenor, o índice, o como se llame, y ya - al fin - se mueren algunos
mamíferos; cuises, carpinchos, roedores varios, ornitorrincos. Ya sé, no hay
ornitorrincos en Gualeguaychú, pero de haberlos se morirían. ¿Se soportaría?
A los fines meramente especulativos, entonces, supongamos que aumentamos
apeniiiiiiiiiiiitas, un poquitito nomás, el famoso tenor (que no es ninguno
de los "3 tenores") de dioxinas. A propósito: ¿Serán estas dioxinas tan
dañinas como los glúcidos y lípidos cortazarianos?
Volviendo, ahora sí, ya empiezan a morir algunos humanos. Pero no todos,
¡eh!. Primero los más chicos y los peor alimentados. ¿Será tolerable?
Esquematizando un poco los "niveles" de concentración de dioxinas y su
efecto mortífero, la tabla de quienes se morirían primero queda mas o menos
así:

1. Moscas y Mosquitos
2. Sapos y peces
3. Aves que vuelan
4. Mamíferos varios
5. Niños, jubilados, pobres en general
6. Gente como uno

Hasta aquí, con Ustedes, la ciencia, en su majestuosa imparcialidad. Ella sí
que no está contaminada, parecería...
Ella, señora de ojos bien abiertos, no emite juicios de valor. Desgraciados
de nosotros, agregaría, a riesgo de parecer comprometido, si nos abstenemos
también de hacerlo.
La respuesta, que es ética, por lo tanto política, cada cual la resolverá a
su leal saber y parecer: ¿Dónde trazar la raya?, o - más radicalmente aún,
por disonante que suene en épocas de corrección política - ¿Debemos trazar
un raya en algún nivel?
¿O acaso será ya la hora de decir: Basta de falsas opciones?

Preguntarnos, quizás, cuántas muertes son tolerables en el altar del
crecimiento económico.
Cuestionar, tal vez, el concepto mismo de crecimiento. ¿Crecer para qué? ¿De
cualquier modo? ¿A cualquier precio?
Reivindicar ¿Por qué no? nuestro derecho a vivir y morir como mejor nos
gusta y podemos, y no cuando el capital lo decida.
udi
febrero de 2008

El nombre es arquetipo de la cosa

...el nombre es arquetipo de la cosa

¿Quién no fantaseó alguna vez con cambiarse de nombre?
¿A quién no lo sedujo, aunque sea un tanto así, la posibilidad de elegir soberanamente el nombre por el cual habrían de llamarlo?
¿Cuántas veces no hemos lamentado el malhado que torció nuestro destino cuando nuestros padres nos "nombraron"? Es decir, nos impusieron la más fuerte de las marcas.
Y así como de sus ijares echaron nuestra materia al mundo, fué de sus bocas el aliento transfundido que creó nuestras almas.
Nos "nombraron", nos definieron y recortaron del resto de la humanidad. Insuflaron en nosostros esa pequeñísima cuota de divinidad que - paradójicamente - nos humaniza.
Nos reconocemos en nuestro nombre, somos nuestro nombre, hasta que tomamos conciencia que - al igual muchas otras cosas - no lo elegimos. Nos lo "impusieron".
Normalmente esta percepción nos asalta en esa época de la vida en la que empezamos a cuestionar todo lo que durante nuestra infancia fue certeza y hasta artículo de fe.
Nada casualmente - sostengo - es también por esos años que la emergencia de nuestros sentidos, la potencia de nuestros deseos, y la urgencia por obtenerlos nos hacen renegar de todo lo que nos pudiesen haber impuesto: mandatos, tabúes, interdicciones y hasta el nombre con el que alguna vez nos "dijeron".
"El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo..."
En estas palabras inconfundibles, e incomparables, se confirma la presunción; somos cuando nos nombran. La existencia, antes de ser nombrados, es un limbo de indiferenciación, un magma primigenio, un mainstream de potencia. De ella emergemos cuando nos nombran, y la voz que aprendimos a reconocer aún antes de ver la luz nos llama.
Así, elegir un nombre es - aunque sea parcialmente - renunciar a aquel que nos dieron, y rechazar, así sea sin reconocerlo, a quienes nos nombraron, o bien, dicen otros, sería comenzar un camino que en algún momento nos llevará a poner en su justa medida lo que heredamos y lo que construimos. Crecer lo llaman, también.
¿Será?
Sea así, o asá, la elección de un nombre para uno mismo no es poca cosa. Encierra, cómo no, el deseo de ser - aunque sea en parte - "otro". Ahora bien, ¿Cuán "otro" será?.
Si consideramos que el material sobre el cual tomaremos la decisión es el reservorio de nuestros recuerdos: caricias recibidas, gritos soportados, triunfos pasajeros, derrotas pertinaces, juegos excitantes, trabajos aburridos, proyectos truncados, coitos salvajes, cópulas rutinarias, goles malogrados, asistencias perfectas, plazas frecuentadas, bares trajinados, playas concurridas, músicas disfrutadas, lecturas inconclusas, miedos persistentes, dolores agudos, goces fugaces, sábanas transpiradas, noches interminables, sonrisas falsas, llantos genuinos, ternuras vergonzantes, orgullos estúpidos, vergüenzas obstinadas, amores enconados, traiciones abyectas...considerando todo esto - decía - ¿será nuestro nuevo nombre más ajustado a nuestra esencia, o - vaya paradoja - ya nadie nos reconocerá en él?
udi
febrero de 2008