Bella Ciao, una versión "pulenta pulenta"

martes, 2 de julio de 2013

Libros quemados, enterrados, perdidos...

En 1976, en medio de la hecatombe y la paranoia generalizada (justificada, por supuesto) decido - con lagrimones en los ojos - deshacerme de algunos textos por el expeditivo procedimiento de arrojarlos dentro de un tacho de 200 lts., rociarlos con gasoil (he aquí el error, por desconocimiento de las propiedades de dicho combustible) y prender un fósforo en la proximidad del papel. Naturalmente (pero esto lo supe después) el fósforo se apagó como la vida de una mariposa nocturna, es decir, en un suspiro, dejándome con la tarea inconclusa y la duda en mi ánimo.
Luego de reflexionar unos instantes decidí que debía interpretar el hecho como un mensaje, de dónde o de quién no lo supe con certeza, pero siempre tuve leves tendencias a la superstición...
En fin, que decidí enterrar el mazacote maloliente en que se habían convertido esos libros y revistas, dentro de los cuales, y bastante seco, por cierto, se encontraba el libro de marras.
Pasando a la acción con la velocidad que me caracteriza me dirigí raudo con mi bolsa y su peligroso contenido hacia las vías del ferrocarril cercanas a mi casa. Lo que prueba, por si hiciera falta, mi total inconciencia.
Conclusión: hago un pozo poco profundo, meto el subversivo material dentro y le echo un poco de tierra encima; hecho lo cual me dirijo a una secretísima reunión con otros adolescentes ávidos de emociones fuertes y los impongo de mis aventuras.
Allí quedó mi primer ejemplar de "Para leer al Pato Donald"...
Luego los años pasaron, terribles, malvados.
Recorriendo una callecita de París en diciembre del '78, mientras los genocidas de ambos lados de la cordillera jugaban a ver quién la tenía más larga, me detengo frente al escaparate de una librería de usados. Al cabo de algunos minutos (admirad mi velocidad mental) caigo en la cuenta que los títulos de los libros están en castellano. No sólo eso, sino que el negocio luce por nombre "El Quijote". Con estos datos deduje que se especializaría en literatura española y latinoamericana, perspicaz percepción que me fue confirmada por el propietario del establecimiento, un catalán de boina azul, barba de tres días y colilla de cigarro permanente entre sus labios.
Para no extenderme demasiado y apenar al desprevenido lector diré que en un anaquel, entre "La Celestina" y un desvencijado "Adán Buenosayres" encontré un ejemplar en perfecto estado de "Para leer...".
Imaginad, ¡Oh, amigos! cuál habrá sido la emoción que me embargó. Apelé a mis mejores argumentos para lograr que el librero - reliquia de la guerra civil anclado en París - atendiera mis súplicas en lo referente al precio. Se ve que el hombre estaba cansado del aluvión sudamericano y sus historias casi todas parecidas y se mantuvo en sus trece, es decir, en sus ochenta francos y ni uno menos. Con gran dolor para mi peculio desembolsé la cifra, escandalosa para la época, y me refugié en el Metró para releer esas páginas tan lúcidas y disparadoras de reflexiones.
Unos años después - fines del '82 - y ante la perspectiva de volver a la Argentina - debí preparar mi equipaje: un poco de ropa, fotos, discos (¡Long-Plays!), libros, mujer y dos hijos. La situación del país con la dictadura en retroceso, pero aún no derrotada (¿Lo fue?) no garantizaba pasar con tranquilidad el tamiz ideológico para la entrada de literatura que no fuese del gusto del régimen. Así, que muy a mi pesar, debí dejar en manos de amigos parte de los libros acumulados en esos años. Adivinaron: la obra de Dorfman y Matellart no hubiese pasado la aduana de las ideas, y fue a parar a poder de un amigo de quién me distanciaba una oscura historia de celos, pero que era una de las pocas anclas a mi pasado, (a partir de ese momento ex-amigo).
Como esta es la historia de mi relación con un libro en particular les ahorraré detalles, sufridos lectores, de los pormenores de mi crecimiento personal, la crianza de los hijos, las incontables mujeres que pasaron por mi vida y los festejos por los campeonatos de Rosario Central. A fines de 1988, en un kiosco de la Avenida Pellegrini, adonde iba a comprar el diario, advierto un cajón de manzanas con libros usados. La costumbre, el vicio, la compulsión, llamadle como queráis, hizo que me pusiera a revolver entre viejos "Corín Tellado" y volúmenes de Emecé al estilo de "Aeropuerto". Cuál no sería mi sorpresa cuando, ya casi en el fondo del cajón, aparece "Para leer al Pato Donald", pero no cualquier "Para leer al Pato Donald", sino "mi" "Para leer al Pato Donald". Ese mismo que con mis propias y criminales manos había enterrado furtiva y nocturnamente. Las mismas manchas, el mismo raspón de la primera página, los mismos (pocos) subrayados, y - para despejar cualquier duda - la misma dedicatoria en el reverso de la tapa con los versos iniciales de "Corazón Coraza":
"Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes"
Por un resto de pudor ocultaré, dignísimo lector, el acceso de llanto que me sobrevino al recuperar una parte de mi pasado, manchada, sin duda. Pero ¿Quién puede presumir de un pasado impoluto?
Huelga decir que pagué los pocos y devaluados australes de la época para rescatar esa pieza central de mi formación humanística. Desde entonces mi querido "Para leer al Pato Donald" ocupó su merecido lugar en el medio de mi modesta biblioteca, en la buena compañía, a la derecha, de "Apocalípticos e Integrados" y, a su izquierda, de "La Interpretación de los sueños", obra cabalística si las hay.
Pero la vida, como dijera Sartre, te da sorpresas, amabilísimo lector. Y he aquí que a mediados de los años noventa recibo el llamado de aquel ex-amigo que me comunica su llegada al país y su deseo, bastante incomprensible, de reunirse con este servidor. Dado que en casi quince años no hubo entre nosotros comunicación alguna (era pre - e-mail) por aquel rencor alojado sólo en mi corazón, me sorprendí y no supe bien que aguardar de la cita concertada en el llamado.
Debo reconocer que los caminos del señor son inescrutables, y el alma de los hombres una caja de sorpresas. M emocioné muchísimo a la hora del reencuentro, mi abrazo fue sincero, y reconocí que había podido matar dentro mío al gusano del odio sin sentido y casi pueril.
No seáis muy severos conmigo, queridísimos lectores, ya que nadie sabe cuando le tocará estar en una situación parecida.
Casi al final de la emotiva y agradable velada dijo mi viejo (nuevo) amigo:
- ¡Ah! ¿Sabés qué te traje?
Pues sí, era - lo habréis intuido - mi segundo ejemplar de "Para leer al Pato Donald".
Así fue como recobré otra parte de mi pasado, y a un amigo.
Este ejemplar descansa sobre mi escritorio, junto a la foto de ya sabéis quién...