Bella Ciao, una versión "pulenta pulenta"

domingo, 18 de mayo de 2014

Leyendas del GULAG




El camarada Dimitri Rodionovich Timoshenko miraba caer la nieve sobre la taiga. A fines de diciembre no cabía hacerse grandes esperanzas respecto a un hipotético mejoramiento en las condiciones climáticas. El camarada Timoshenko suspiró, pensando – quizás – en la soleada aldea, cercana al Mar Negro, en la que había nacido, más de seis décadas atrás, y sus inviernos benignos y veranos radiantes de sol sobre los trigales.
El camarada Timoshenko se estremeció, hundiendo aún más las manos en el capote recién recibido de Moscú, de basta confección, pero abrigado. Hasta las ganas de fumar quitaba el frío siberiano, pero Dimitri Rodionovich  sacó su mano derecha del cálido cobijo para buscar en el bolsillo superior de su chaquetilla una arrugada marquilla de cigarrillos “Acorazado Potemkin”. Se acercaba el camarada oficial Konstantin Davidovich Volodsky, resoplando por el esfuerzo de caminar sobre la nieve blanda, y Dimitri Rodionovich sabía que su jefe de brigada apreciaba los gestos de cortesía de parte de sus subordinados, cómo invitarlo con un cigarrillo, o procurar que todas las mañanas encontrara sus botas limpias y lustradas al lado de la puerta de su camarote.
El camarada oficial, un joven de menos de treinta años, egresado de la Academia Pugachov de Oficiales Penitenciarios, era hijo del legendario David Moiseievich Volodsky, héroe de la Revolución, dos veces condecorado con la Orden de Lenin y miembro del Buró Central del Partido. Su presencia en ese campamento de re-educación política sólo podía interpretarse como el escalón inicial de una ascendente (y rauda) carrera dentro del sistema de prisiones soviético.
El camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko, a más de treinta años de su conversión a la Revolución, ya había visto pasar muchos jóvenes como el camarada Konstantin Davidovich Volodsky en ese puesto. Y a algunos de ellos, inclusive, los había recibido después como huéspedes de la institución.
Haciendo caso a su experiencia como revolucionario, y a centurias de sabiduría popular campesina, Dimitri Rodionovich siempre trataba de mostrarse servicial y atento a las necesidades de los jóvenes camaradas que – haciendo sus primeras armas al servicio de la Revolución – llegaban al campamento de re-educación política con las últimas teorías sobre la regeneración de criminales políticos y los métodos para su reinserción exitosa en la gran tarea de construir la patria de los trabajadores.
“Un oficial siempre es un oficial”, recordó el camarada Timoshenko que le decía su padre, el viejo Rodión Petrovich, ya sea que defienda al Padrecito Zar Nicolás Nicoláievich, o a los bolcheviques que lo destronaron y fusilaron, “y su fusta es muy ligera”, concluía el viejo, con los ojos entrecerrados y en voz baja.
El camarada oficial Konstantin Davidovich Volodsky acercó su cigarrillo al fósforo encendido que el camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko le ofrecía, y – aspirando con fruición el azulado humo de su “papirosa” – clavó su mirada en el interior del campamento, del que salían, al trote y con las manos en los bolsillos, los internos. La taiga, monótonamente blanca, no ofrecía puntos de referencia.
“¿Qué tarea tienen que cumplir hoy los reclusos Zamuk y Wolkof, Dimitri Rodionovich?” inquirió el oficial Konstantin Davidovich Volodsky. El camarada Dimitri Rodionovich Timoshenko se apresuró a sacar sus manos del capote, y extrayendo un ajado papel del interior del mismo leyó sin vacilaciones: “los condenados traidores desviacionistas troskystas Wolkof y Zamuk están asignados a la cocina, camarada oficial Volodsky”.
Konstantin Davidovich inspiró otra bocanada, y mientras sacaba una hebra de tabaco pegada a sus labios dio unos golpes en el piso con los tacones de sus relucientes botas de blando cuero.
El camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko miró por un instantes sus propias botas, duras y resecas, pero no extrajo ninguna conclusión de la diferencia. Los oficiales tenían uniformes y botas nuevas, la tropa se arreglaba con los rezagos, siempre fue así y Dimitri Rodionovich no tenía motivos para suponer que alguna vez sería distinto. “No sirve de nada pensar sobre lo que está bien y lo que está mal”, era otra de las frases favoritas del viejo Rodión Petrovich, y Dimitri Rodionovich nunca puso en discusión la sabiduría de su padre.
“¿Qué informa el camarada Simeón Ivanovich?” preguntó el joven Konstantin Davidovich Volodsky, mirando las filas de prisioneros que formaban filas para la revista matinal.
Dimitri Timoshenko, carcelero desde los inicios de la Revolución, buscó unos segundos una página detrás de la lista de prisioneros. “El camarada doctor Simeón Grobotkin informa que las tendencias antisociales y contrarrevolucionarias de los condenados Wolkof y Zamuk no han demostrado signos de mejora, camarada Volodsky”, informó, sin ninguna inflexión particular en la voz.
Kostia, como lo llamaba su padre, Consejero del Soviet Supremo, al joven oficial Konstantin Davidovich Volodsky, apagó la colilla de su cigarrillo con la punta de su bota  mientras trazaba un garabato en la nieve con la fusta. Miró hacia la taiga y su vista se detuvo en un enorme montón de troncos que esperaban ser cortados para el piso de una nueva barraca.
“Asígneles la madera, Dimitri Rodionovich.”, ordenó brevemente, para después agregar, mirando a los ojos al carcelero: “Sólo a ellos dos”.
Dimitri Rodionovich Timoshenko se cuadró, juntando con energía los tacos de sus botas y haciendo la venia contestó, con la práctica de décadas en el Ejército Rojo: “Comprendido, camarada oficial”. Sin pedir explicaciones complementarias Dimitri Rodionovich se dirigió hacia las filas de prisioneros, a quienes cansinamente contaba el cabo Alexander Pavlovich Buriatin, ex prisionero él mismo, que cumplía la segunda parte de su condena  - por anarquismo y robo a la propiedad del pueblo -  en Wolodczin, a escasos dos kilómetros del campamento, bajo el régimen de libertad vigilada.
El carcelero Timoshenko llamó a Wolkof y Zamuk mientras, con una mirada, hacía ver a Buriatin que él se hacía cargo.
Wolkof y Zamuk se acercaron caminando despacio, años de reclusión en el campamento de re-educación política no los habían hecho mejores ciudadanos ni comunistas, pero habían aprendido – sin dudas – a ahorrar energías. Cuando estuvieron frente al veterano guardia se detuvieron, parados entre firmes y descanso, pero con las manos en los bolsillos. Dimitri Rodionovich los esperó, con las manos a la espalda, y secamente les impartió la orden del día: “Toda esa madera tiene que estar cortada antes de las 6 de la tarde, empiecen”.
Iván Ivanovich Zamuk y Pável Borisóvich Wolkof se miraron, y con la misma actitud corporal de prescindir del despilfarro de fuerzas, caminaron sin detenerse hasta la madera acumulada en un montón, descargada del camión que, mensualmente, iba por ella al bosque.
El camarada Timoshenko miró sin expresión cómo los prisioneros colocaban unos troncos cortos a modo de caballete, y – tomando cada uno un extremo de la larga sierra – comenzaron a aserrar metódicamente, sin prisa, pero sin pausa.


Llegada la noche, Dimitri Rodionovich buscó en la fila de prisioneros que volvían de sus tareas a Wolkof y Zamuk, y ante su ausencia se dirigió al cabo Buriatin, para preguntarle por los reclusos. Alexander Pavlovich Buriatin no se distinguía por la velocidad de sus procesos mentales, pero disimulaba la carencia – o creía hacerlo – repitiendo las preguntas que le formulaban, con aire de considerar el asunto. Dimitri Rodionovich conocía a sus subordinados, y antes que el cabo Buriatin terminara de repetir la pregunta le informó que en caso de no presentarse con los prisioneros en cinco minutos podía darse por arrestado. El rostro de Alexander Pavlovich se iluminó en una mueca de comprensión, y sin repetir ni una letra salió disparado hacia la taiga, débilmente iluminada por los reflectores periféricos del campamento.
No le hizo falta buscar mucho. Wolkof y Zamuk llegaban en ese momento, limpiándose aserrín de los uniformes, y sin apretar el paso. Sus rostros se veían acalorados, pero no descompuestos, notó – con algo de íntima satisfacción – Dimitri Rodionovich Timoshenko.
El camarada carcelero, presintiendo la respuesta, inquirió a los prisioneros sobre el grado de avance de la tarea. Tanto Wolkof como Zamuk, parados no muy firmes, pero sin que su posición pudiese ser tachada de indolente, contestaron al unísono: “Terminada, camarada Dimitri Rodionovich”.
Dimitri Rodionovich, secamente y con un ademán, los envió al comedor. Una vez alejados, anotó sus nombres  nuevamente  para el trabajo en la cocina al día siguiente.


A la mañana siguiente, la taiga amaneció como de costumbre, pero el camarada Konstantin Davidovich Volodsky parecía de peor humor. Se acercó a Dimitri Rodionovich  y, sin siquiera preguntar qué tareas debería desarrollar ese día Wolkof y Zamuk , le ordenó que los enviara – a ellos y sólo a ellos –  a vaciar las letrinas del campamento y distribuir su contenido, presumiblemente como abono, en la base de cada uno de los abedules recién plantados en la periferia del campo.
Dimitri Rodionovich, sin inmutarse, giró sobre sus talones, buscando al cabo Buriatin con la mirada, pero, al no hallarlo inmediatamente, gritó los nombres de los reclusos, mientras tomaba nota mentalmente de la falta de su subordinado directo.
Wolkof y Zamuk se cuadraron, ni muy obsecuentes ni muy contestatarios, ante el viejo Rodión, quién los impuso de sus obligaciones para el día, en pocas palabras, tal su costumbre.
Si algo pasaba en el interior del camarada carcelero, no se reflejaba en su rostro. Expresar las emociones era superfluo, le había enseñado su padre, y Dimitri Rodionovich, que había servido a la Revolución luchando contra la intervención, y sobrevivido a la invasión alemana defendiendo a la madre patria, nunca encontró motivos que lo convenciesen de lo contrario.
Esa tarde, recorriendo el perímetro del campo, el viejo revolucionario, guardia rojo, partizano, suboficial del glorioso Ejército Rojo y actual carcelero, tuvo que reprimir una sonrisa de satisfacción, cuando vio la prolijidad con que habían realizado su trabajo los condenados traidores desviacionistas troskystas, distribuyendo de forma uniforme todo el contenido de las letrinas del campamento en todos y cada uno de los abedules plantados cada cinco “arshins”. El viejo Dimitri  no podía acostumbrarse, más de veinte años después de su implementación, al sistema métrico decimal.
Esa noche, Dimitri Rodionovich se ocupó personalmente de que los delincuentes antisociales y contrarrevolucionarios Wolkof y Zamuk no tuviesen ningún trabajo extra, e incluso que el recluso que servía el “borshch” se ocupara de que Wolkof y Zamuk encontraran algo más sólido que remolachas en el fondo de la sopa. Si los reclusos lo notaron, no se lo hicieron saber, quizás agotados por el trabajo que normalmente hacían ocho personas, o quizás por participar de las ideas del viejo Rodión Petrovich respecto a la expresión de los sentimientos.


Por la mañana, la temperatura había bajado de forma notable, y el camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko esperaba la llegada del camarada oficial Konstantin Davidovich Volodsky, barruntando tal vez qué tipo de trabajo les impondría ese día a los reclusos Wolkof y Zamuk.
Pero Kostia había tenido una mala noche, o estaría redactando su informe semanal, el caso es que no se hizo presente esa mañana. Dimitri Rodionovich dejó que la distribución de tareas se hiciese según el orden del día, sabiendo que Wolkof y Zamuk serían asignados a su puesto de trabajo habitual. Siguió a los reclusos y, ya en la cocina, les señaló un montón de bolsas de papas, ordenándoles que separaran las grandes de las chicas, para distintas comidas.
Si alguien le hubiese prestado atención al curtido semblante del viejo revolucionario, habría detectado algo así como una sonrisa cuando dejó a los condenados reclusos traidores troskystas sentados en unas sillas bajas, con las bolsas de papas ante sí, y en el casi confortable ámbito de la cocina.
La noche no tardó en llegar más que de costumbre, y terminando otra de sus recorridas el camarada Timoshenko se dirigió a la cocina.
Los condenados traidores desviacionistas troskystas Wolkof y Zamuk, sentados frente a frente, con el mismo montón de bolsas a sus espaldas, y una de estas, abierta entre ellos, discutían acaloradamente.
Esta imagen fue demasiado para el viejo carcelero, que, tirando por la borda todo lo aprendido de su padre, demostró con creces los sentimientos que lo embargaron en ese momento:
“¡Ahh, troskos de mierda! ¡Son buenos para serruchar el piso y desparramar mierda, pero cuando tienen que tomar una medida no sirven ni para clasificar papas!”