Bella Ciao, una versión "pulenta pulenta"

lunes, 25 de enero de 2010

“Todo lo que uno hace en la vida...”



A fines de los sesentas en el mundo pasaban muchas cosas que en aquel momento parecían importantes: Mayo francés, Invasión a Checoeslovaquia, Cordobazo, el hombre en la Luna.
Era la época en que los padres comenzaban a dialogar con sus hijos, por lo general para decirles que existían circunstancias en la vida de los adultos que los chicos no estábamos en condiciones de comprender, y que ya nos llegaría el momento, y que ojalá que para nosotros fuera más fácil que lo que fue para ellos. Esa fórmula gozaba de la incomparable ventaja de poder ser aplicada a cualquier cuestión, además de enviar el asunto hacia esa nebulosa zona del más allá temporal llamada “adultez”; qué - sospechábamos - acabaría por adulterar en nosotros todo resto de autenticidad, si bien los chicos también pueden ser flor de hipócritas.
Durante un tiempo recelamos de la buena voluntad de nuestros padres a decirnos alguna terrible verdad, hasta quizá barruntamos que ellos no tenían la respuesta, pero esta preocupación duró poco; enseguida nos dominó el terror - que aún subsiste - de no poder averiguar por nuestros propios medios las soluciones.
Lamentablemente, para cuando comenzamos a comprender que la reticencia paterna era una mezcla de mala voluntad, ignorancia, desidia y miedo, ya era demasiado tarde como para que nos importe. Muy posiblemente, de importarnos veríamos ampliamente crecidos los índices de parricidio, tal vez en proporciones semejantes a los del filicidio. Es que resulta muy difícil condenar a alguien por un delito que uno mismo está cometiendo todos los días.
Eran aquellos los días “...felices e indocumentados”. La indocumentación - sugiero - debe ser el estado ideal del individuo, cuando la vida aún no nos ha marcado, ni hemos dejado huella de nuestro paso por ella.

Añoro hermosas carencias: licencia de conductor, por ejemplo, no poseerlo me ahorraba ir cada tanto a renovarlo, y demostrarle a algún aburrido burócrata que uno es lo suficientemente estúpido como para desear meterse entre millares de idiotas que lo único que desean es llegar antes a alguna parte, para lo que compran automóviles cada vez más equipados y confortables, que les provocan el anhelo de volver a conducirlos, para ir a otra parte, que...Bueno, tampoco tenía un certificado analítico de estudios en regla, ni libreta universitaria, ni sanitaria, ni cuenta corriente con autorización de giro en descubierto. Para concluir: no tenía, en aquellos tiempos felices, que pasar por el bochorno de haber olvidado el documento de identidad en alguna dependencia oficial, simplemente carecíamos de él.
En esos años los ritmos eran distintos, una persona podía creer en algo y ser simultáneamente inteligente, categorías hoy en día incompatibles, si las hay.
En ciertos ámbitos, incluso, era muy mal visto no ejercer un desprecio militante hacia quién inocentemente supusiera que que el compromiso con la fé, con cualquier fé, podía postergarse en aras de alguna vocacional independencia de criterio. eran los tiempos de “arremangarse”. Como es de suponer tales métodos entrañaban ciertos riesgos, pero nadie podía impunemente renunciar a ellos, el grado de compromiso era el parámetro universal de evaluación: intelectual, moral, y también afectivo-sexual.
En aquellos años, en fin, la libertad era el bien supremo, pero su ejercicio debía ser acotado por la responsabilidad y la solidaridad, que otros se encargarían ya de señalarnos, de manera que pudiésemos ser responsables, solidarios, y libres...Nadie veía contradicción en esto.


II

En junio, como es sabido, las nubes suelen bajar hasta casi tocar las cosas. Ese viernes descendieron sobre el campito de enfrente de mi casa. Por alguna razón, para nada meteorológica, el fútbol no había sido de la partida; ya se sabe que es el paso del tiempo el que provoca esa misteriosa correlación entre clima y estado de ánimo.
Quizá una de las características más salientes de la indocumentación sea la que permite a su poseedor correr como perseguido por el demonio en persona detrás de una pelota bajo la lluvia y hundiéndose en el barro una tarde invernal, o dormir 18 horas de un tirón un hermoso domingo de primavera. Los ritmos vitales son otros.
Recuerdo, decía, las nubes bajas. Húmeda y gris la tarde no demoraría en irse. Este es - según la opinión unánime - el mejor momento para comenzar el día. Una sensación, mezcla de ansiedad y euforia me estiraba hacia arriba las comisuras de los labios, pero también - como casi siempre - me endurecía algún ignoto músculo en la boca del estómago.
La tarde de un viernes está preñada de posibilidad. Es el preludio de las más maravillosas aventuras, que por lo general se diluyen alrededor de las seis de la tarde del domingo. Todo puede pasar a partir de la tarde del viernes, desde comenzar un amor para toda la vida hasta programar una imprescindible revolución, que se suspenderá el sábado por la noche para concurrir a algún recital imperdible, total, siempre habrá tiempo. Hay tiempo incluso para sucumbir a la tentación de un papel en blanco, tentación que casi siempre acaba entre papeles impresos de impostergable lectura.
Después de elegir concienzudamente la ropa más rota disponible en aquel momento me escabullí por el pasillo; el frío me golpeó. La tarde no se diferenciaba de otras. Fui hacia la esquina, y - como siempre - el gordo ya estaba allí.
El gordo - Daniel - en realidad era alto, un terrible lomo, un poco de grasa abdominal, y un poco más ocupando el lugar que en otros se conoce como hemisferio cerebral izquierdo. esto no quiere decir que careciera del adminículo que muchos consideran distintivo de la raza humana, aunque hay quién objeta su presencia en algunas subespecies.
El gordo era un buen tipo, punto.
Ya había encendido su cigarrillo, como era viernes tenía un atado completo, sustraído sin duda a la vigilancia que la vieja ejercía sobre la existencia del kiosco que ayudaba a la economía familiar; por consiguiente, y sin darle al gesto demasiada trascendencia, me convidó con un “Colorado”, que acepté después de cerciorarme que estaba fuera del ángulo de visibilidad de la entrada de mi casa, no fuera cosa...
El gordo me preguntó si pensaba salir esa noche.

- Sí - dije sin demasiada convicción, y me callé. Pero la sutil expresividad de algunos silencios no lo afectó.

- ¿Adónde vas, ché? - Insistió. Ante tamaña indiferencia por mi reserva pasé a explicarle suscintamente que el paciente trabajo de “chamuyo” reiniciado un par de semanas atrás parecía haber rendido sus frutos, y Mónica - la de acá a la vuelta - por fin había accedido a recorrer algunas cuadras con un servidor para “charlar”. Verbo promisorio si los hay.
El gordo no pareció impresionarse.

- Boludo -sentenció poco diplomáticamente. No se explayó en demasía, pero supe que no le otorgaba mayores posibilidades a mi proyectada excursión. Crucé los dedos mentalmente mientras le agradecía la suave manera con que pretendía traerme a la realidad. Realidad que yo no ignoraba, pero negaba con vehemencia.
Mónica, como medio barrio sabía, suspiraba por un flaco asqueroso que tenía de sobra todo aquello que yo deploraba carecer: jugaba - muy bien - al básquet, vestía de primera, tenía auto a disposición los fines de semana, y andaba por los veinte años.
Como sabrá apreciar el lector, la competencia era dura, pero la recompensa prometía ser muy dulce.
El gordo me invitó a ir a las “máquinas”, o en su defecto al metegol: sus aventuras lúdicas de viernes por la noche no se extendían hacia territorios muy exóticos. Aparté una inexistente mosca de mi cara y proseguí mandándolo mentalmente a la puta que lo parió.
Comenzaban a encenderse las luces de la calle. Me senté sobre el buzón y encendí otro cigarrillo. Muchos autos por la avenida. ¿Adónde irían?

- Luisito -me dijo el gordo -esa mina no es para vos. Recuerdo su cara entre el humo del cigarrillo: cara de tango tenía, el gordo. Desgraciadamente no acierto a recordar la mía, de culo sería, supongo.

Le dije que no, que lo que pasa es que está muy confundida, que ya se dió cuenta que el flaco - Renato se llamaba el quía - no le iba a dar bola nunca, que era muy grande para ella, que...¡Qué otario! El flaco ya le había pasado franela en el campito, el auto, el cine, el vestuario del club y sólo le faltó la iglesia, aunque en éste último punto las versiones eran encontradas. Cuando vió que le iba a costar mucho hacerle entregar el tesoro, y encima lo empezó a cansar con su manía de ir al cine dos veces por semana, el turro la largó. Pero - ¡Advertid la perversidad! - sin decir nada, para guardarla de reserva por lo que putas pudiere.

En el fondo yo sabía que lo único que Mónica quería era un rato de charla, no quedarse en casa, y ver si le podía dar celos al chanta del flaco. De última yo podía fungir como paño de lágrimas. Aclaro que esa no fue nunca mi vocación, pero creo que por esa bruja yo hubiese sido capaz de ir caminando hasta Luján, como quién dice. Aunque - pensándolo bien - ¿Qué iba a hacer yo en Luján? El gordo, qué - recordémoslo - ante todo era un buen tipo, la vió muy clarita, mucho más que yo que siempre me creí un vivo bárbaro. Se dió cuenta que tenía que dejar que me estampe contra la pared, y pasó a otra cosa.

- Me dijo Garrote que te vió en la Asamblea de delegados de curso. - Me sondeaba. Cuando comenzaba a contestarle que Garrote no podría reconocer ni a su madre, debido al avanzado estado de ebriedad en que concurría a las Asambleas, comenzó a atronar “La chica de la boutique”, desde los altoparlantes de la calesita - Parque de Diversiones, según invocaba un colorido cartel de chapa. Señal inequívoca que empezaba la diversión para la pendejada del barrio. El quilombo que metían esos altoparlantes era infernal, pero duraba cuatro o cinco minutos, después el negro Peralta bajaba el volumen, por qué si no los muy dignos vecinos del barrio le incendiaban la calesita, la casilla rodante que le servía de morada y los metegoles, amén de meterle la sortija por el orto, como expresó en una ocasión Don Paco, que trabajaba de noche y para el que la siesta era sagrada. Hay que destacar que de haberse concretado, el hecho habría colmado los deseos del Padre Agustín, que se ocupaba de salvar almas juveniles a través de la práctica del billar en el sótano de la parroquia, compitiendo desventajosamente con la laica diversión que ofrecía el Parque de Diversiones, lo cual le generaba una ligera neurosis.

Cuando, ya en un tono menor, Sandro clamaba por su “Rosa”, pude hacerme el distraído y saludar con grandes gestos al narigón, que se acercaba a nosotros con las manos en los bolsillos y mirando a todo el mundo desde arriba. Cosa bastante inexplicable si se considera que era flaco como un fósforo, y más feo que aliento de camello; pero se ve que era consciente de alguna secreta superioridad que ni siquiera valía la pena revelar. Una lástima, si bien yo lo difamé por el barrio difundiendo que su habilidad más destacada era hacerse la paja con las dos manos.

- Hola -saludó el narigón. No alcancé a contestar que ya el gordo, sin importarle mis ansias de discreción, pasaba a comentarle:

- Decile al gil éste (por mí), que esa mina lo va dejar más caliente todavía.
El narigón algo sabía, o por lo menos siempre se comportaba como si supiese de qué se estaba hablando. Pero en esta oportunidad decidió evaluar la situación.
Yo aproveché para preguntar la hora. Me extrañó que el gringo no apareciera.

- ¿Vamos al metegol? - Inquirió al aire el gordo. Le respondí que mejor esperábamos al gringo, o al carnero. De todos modos yo no podía quedarme mucho tiempo. Tenía que pasar a buscar a Mónica por su casa.

El narigón, no sé si con ironía, o de pragmático, me preguntó si llevaba forro. Me dolió su falta de tacto. Se suponía - tácitamente - que cuando uno estaba “metido” con una mina, más aún si era conocida del grupo, la cuestión de las aproximaciones físicas pasaba a un plano más íntimo, y sus avatares eran menos socializados. Exactamente al contrario si se trataba de un “levante” ocasional, circunstancia perfecta para relatar - o inventar - hasta los detalles más insignificantes, que - de ser bien expuestos - pasaban a formar parte del anecdotario común. Puro jarabe de pico, ya que en esos años era prácticamente imposible ir más allá de algunos toqueteos, de coger, ni hablar.
Pero el narigón era irónico, sin duda. No creo que le otorgara muchas chances a mis posibilidades de verle la cara a Dios.
Traté de mirarlo con supremo desprecio por su falta de etiqueta. Creo que no se dió cuenta, porque me sonrió, y me preguntó si quería que me preste un “gamulán” nuevo, traído de Mar del Plata que constituía la envidia de todo el grupo, pero que a él lo dejaba frío. “Nunca terminarás de conocer a las personas”, me dije a mí mismo en un rapto de lucidez que no se me daba muy a menudo. Como fuese, rechacé su inesperado ofrecimiento, dado que no tenía ni un sólo pantalón que combinara medianamente con una prenda que a todas luces costaba un huevo.
El frío comenzaba a apretar, un grupito de chicos y adolescentes yiraba entre los distintos juegos. La calesita, casi vacía, dejaba de ser el centro, sus vueltas eran un parpadeo en la periferia de la atención.

- Ahí viene Vïctor -señaló el gordo.

Por la vereda de enfrente, efectivamente, pasaba Víctor. Saludó con una mano y siguió; vendría del colegio, supuse, aunque él siempre llevaba papeles, o una carpeta, o una revista entre las manos. Medio misterioso el hombre, era muy peronista, ya a medio camino entre la U.E.S. y la J.P.. Muy San Martín, Rosas, Perón. De vez en cuando jugaba al fútbol con nosotros, pero lentamente se iba distanciando. Varias veces intentó captarlo al narigón, pero éste - pese a profesarle una admiración perruna - no cuajaba del todo en el molde de perejil que el guacho de Víctor le destinaba. Conmigo renunció a cualquier operación proselitista desde que le recité dos o tres párrafos - recién leídos - del “Manifiesto”. Me miró con una especie de conmiseración, murmuró algo sobre la ceguera y pasó a otra cosa. Yo había creído impresionarlo con mi más reciente lectura, pero no hice más que confirmar mi pertenencia a algún estadío inferior de evolución política, si no humana.

Víctor - Víctor Manuel, en realidad - tenía un terrible arrastre con las minas. Flaco, chiquito, pelo negro y lacio; un cuerpito de cucaracha con una cara de muñeca de porcelana. Víctor Manuel hablaba a mil por hora, tenía verso, carisma, no importa qué. Algo magnético que empequeñecía a cualquiera que estuviese a su lado, y mataba de envidia a quién se situara unos metros más allá del radio de acción de su palabra. Solo con verlo, no más. Así era Víctor, al que admiré y odié - alternativa o simultáneamente - y al que el país le iba a jugar una trampa mortal, pero esa es otra historia. Esa tarde Víctor siguió de largo, ocupado en su incipiente militancia, seguro, y se salvó de participar en este acto.

El gringo, que estaba llegando a la esquina en esos momentos, siempre se me antojó como el contraste perfecto con Víctor. Aunque pensándolo bien era solamente que vivía un par de décadas adelantado. No era mal pibe, y conmigo siempre fue muy compinche, si bien por esa época ya comenzaban a deshilacharse las viejas afinidades. Los domingos de cancha, y los lunes de apasionado debate sobre los resultados de la fecha del fútbol, ya no eran tan importantes, ni asiduos. La renuencia del gringo a subordinar proyectos personales - léase hacer dinero - a abstractos principios sociales o políticos, lo convertían en un bicho raro para sus amigos, o directamente un reaccionario hijo de puta para los demás. Un adelantado, eso era el gringo. El punto comenzó a laburar en su salvación desde muy temprano, y zafó para siempre. Pero eso nadie podía preverlo, y a nadie le hubiese importado. Un porvenir de rata individualista no era una mercancía muy vendible por aquellos tiempos. Estaba en boga la “realización social”, objeto lanzado al mercado un tiempo atrás, y que había penetrado con notable éxito en ciertos segmentos de la sociedad.
Discutimos si ir al metegol o al billar.
José María, que recién llegaba, abogó por las virtudes de este último como juego, de la comodidad del sótano del cine - calefaccionado -, de lo bien que nos trataba el cura Agustín, y ya que estaba, de la perfección de la Doctrina Católica, Apostólica y Romana. Preconciliar, para más datos.
Huelga decirlo, José María era monaguillo y líder de Acción Católica, desde muy chiquito se esmeraba en succionar velas, y calcetines sacerdotales, pero - nobleza obliga - sus brotes misioneros rara vez eran compartidos por el gallego Agustín, salvo cuando, en una crisis de abstinencia alcohólica, se le dió por tratar de bautizarnos al gordo y a mí. A uno por judío, y al otro por hijo de padres españoles, anarquistas, y comecuras.
Algunos años después a José María lo agarraron cuando - en nombre de Cristo Rey - se disponía a colocar una bomba en un local de la J.P. Los jóvenes peronistas - o lo que fuesen - nunca creyeron demasiado en la efectividad y celeridad de los procedimientos policiales y judiciales; así que resumieron en una sola instancia la instrucción, el juicio y la condena, y lo abandonaron en un descampado - por la zona de Alvear, creo - atado de pies y manos con alambre de púa. Para mitigar la incomodidad de la situación, y darle algo en qué pensar, le colocaron a su lado, con un mecanismo de relojería, la bomba que concienzudamente había fabricado. De tal manera que su vida, o muerte, quedó librada a su habilidad en la confección de artefactos pirotécnicos.
Pero esa es otra historia, aquella tarde José María - el “carnero” - era uno más de nosotros, y su - literalmente - explosivo futuro aún no dejaba ver su negra pata.
Hecho éste que confirma la multiplicidad de líneas de desarrollo. En esa época José María pintaba para empleado, bancario más probablemente, padre de muchos hijos - uno por polvo - y rigurosas misas dominicales. Hubiese sido un ciudadano ejemplar, pagando religiosamente sus impuestos (¿De qué otro modo si no?) y votando por los conservadores; creándose con los años su particular infierno en tierra.
Como todos nosotros, por otra parte.

III

La tarde se iba. Las luces del “Parque de diversiones” oscilaban levemente siguiento el soplo de una brisa suave, pero helada. Yo seguía sentado en el buzón, y el frío comenzaba a dolerme.

- Bueno - dije por enésima vez - Yo me las tomo.

El gringo, medio desinformado, me emplazó a que le diera la revancha de un partido que le había ganado días atrás. Traté de convencerlo de la inutilidad de desafiarme, ya que lo asistían remotísimas chances, de modo que podía ahorrarse otra derrota, pero el muy obcecado cerró la discusión apelando al poco caballeroso método de recordarme que le debía dinero. Anta tal falta de tacto tuve que ceder, y prometiéndome perder lo más rápido posible para librarme del gringo, empecé a caminar hacia la entrada lateral de la parroquia, desde la que - por una estracha escalera - se descendía al sótano.
El gordo y el narigón estaban haciendo unos “tiros”. Me asombré, como de costumbre - por cierto - de su olímpico desprecio por el olor a encierro, a humedad y a pis de gato. Como siempre - también - dije al respecto, chiste ya viejo, que nos convenía la presencia del narigón, ya que absorbía en gran cantidad las mohosas emanaciones. El narigón amenazó con vagas represalias y exhortaciones a que succionara ciertas áreas sensibles de su anatomía.

El sótano en cuestión no era muy grande, no más que lo necesario para que cupiesen en él la mesa de billar, algunas sillas, un sillón desvencijado, y trastos viejos que la parroquia rehusaba desechar. La mesa era, ya entonces, una reliquia de patas torneadas, muy pesada. De cada tronera pendía una malla de red de piolines, que dos por tres se desfondaba y había que emparchar. Su paño resistía admirablemente el paso del tiempo, en gran parte debido al cuidado casi maniático que José María le dispensaba, parte de sus tareas como recipendario de la llave y responsable del orden y limpieza, carga que asumía en su rol de mano derecha del gallego Agustín, quién reconocía su capacidad y dedicación, retribuyéndolas con honor y responsabilidades, pero no con amor. Al cura le costaba amar a quién le profesaba tanta devoción, y – para angustia del carnero – prefería la compañía intelectual de daniel o el narigón, o – por extraño que parezca – la mía.

Todavía era temprano para que el cura se dejase caer por el sótano. Tenía la costumbre de entrar de sopetón, agarraba un taco de ébano - ganado en algún remoto torneo de casín - y de su manojo de llaves sacaba una (que nunca, pero nunca, cayó en nuestras manos) que abría un armario dónde guardaba su petaca de ginebra.
Para apurar un poco la cosa le expuse al gringo - frente a todos, por supuesto - mi íntima certidumbre de que nunca me podría ganar; la pena que debìa de sentir su hermano mayor frente a su torpeza, y lo necio de su conducta al no aceptar mi “paternidad”. Trataba de ponerlo nervioso. El gringo se exaltaba cuando se sentía objeto de cargadas, y quise aprovechar el lastimoso estado en que quedaban sus nervios después de un sostenido asalto. Como el lector avisado podrá advertir, mi afán exitista ya me había dominado, y lo único que quería era ganarle al gringo, lo más rápido posible, y no tanto para irme a cumplir con mi cita (y mi destino), sino para demostrar de manera indubitable mi absoluta superioridad.
Jugar con el gringo, después de todo, era una sana diversión. Tomando un poco de distancia uno hasta podía llegar a admirar la sabiduría que la naturaleza empleó para crearnos, y lo equilibrado de sus procedimientos.
El gringo soltaba vapor por las fauces - literalmente - y su rostro enrojecía hasta estallar. La descarga sobrevenía por la boca, en forma de puteadas: contra su rival, contra sí mismo y su madre, y terminaba por involucrar a toda la humanidad, con su creador incluido. Por lo demás - y esta era la parte que a mí me interesaba - era un excelente pagador. Obsérvese que no he dicho perdedor. El gringo, como cualquier hijo de vecino, odiaba perder, lo ponía de manifiesto muy explícitamante, y sufría por ello. Pero pagaba, escrupulosa y puteadamente.
Las dudas que el narigón y el gordo intentaban sembrar en mi ánimo se desvanecían con la suma de carambolas. Yo quería ganar, y ya no me importaba cuanto tiempo debería invertir para lograrlo. Cuando el resultado fue irremontable para el gringo (y mi deuda saldada) le ofrecí, magnánimo, la oportunidad de la revancha, quizás el noble hijo de sicilia contaba con algún dinerillo en sus billetera, y a mí no me vendría nada mal munirme de él.
¿Quién sabe? ¿Quién sabe? Creo que nunca jugué como en esa oportunidad.

- ¡Pagá! - Lo intimé. Debo admitir mi absoluta falta de urbanidad, pero la urgencia relega los modales. El gringo renegó de su madre, que lo había hecho tan torpe, sacó la guita y pagó. Acordes celestiales resonaban en mis sucias orejas cuando contaba la plata, ahora las posibilidades se expandían, y una pasada por la pizzería, con la consiguiente demora, ya no era impensable.

El narigón, el gordo, y José María no reprimieron su sorpresa ante la contumacia del gringo. En realidad casi todos podían alternar triunfos y derrotas con éste, pero para su desgracia la monomanía del gringo parecía ser ganarme a mí. Como, de vez en cuando, en alguna noche particularmente feliz, alguno de los otros lo conseguía, el muy burro creía estar en condiciones de superarme. La única vez que lo consiguió el hecho se convirtió en su anécdota preferida durante mucho tiempo. Todo el que le permitieron los días de reposo que demandó la cura de mi clavícula fracturada, cosa que se produjo casi sin que yo cayera en la cuenta, hata que el dolor - no excesivo, por cierto - y el asombro por perder un partido con el gringo me indujeron a visitar al traumatólogo al día siguiente.
Pero esa, sin dudas, era mi noche. El gringo me abrazó, dado que su enojo lo reservaba para sí mismo, y me felicitó por el notable avance que habían experimentado mis relaciones con Mónica desde el verano pasado, cuando la muy perra me dejó esperándola, al lado de la pileta del club, con un helado en cada mano, y mirándola cómo se iba a patinar con las amigas. Aproveché el momento de varonil camaradería que se produjo para pedirle prestado el reloj, y aclararle que si Mónica me había plantado en alguna ocasión seguro que habría tenido sus motivos, y que también yo podía ser cargoso a veces, y eso era digno de tener en consideración, y que tampoco era cuestión de cargar las tintas sobre las mujeres, que si bien - como todo hombre sabe o ha experimentado - son impredecibles, también tienen derecho a divertirse en intimidad con otras mujeres. Más allá de la impresión que tal intimidad pudiera causarme en aquellos tiempos, debo apresurarme en afirmar que hoy en día no tengo ninguna objeción hacia prácticas de éste tipo. Nada de esto, por supuesto, pasó por mi calenturienta cabeza esa noche.
Los Dioses ciegan a quienes quieren perder.

IV

Si bien la puntualidad nunca figuró entre las virtudes nacionales, como - por ejemplo - el fútbol bien jugado, ya eran casi las nueve de la noche, y tenía que - por decirlo de algún modo - adecentar mi presencia y adecuarla a mis propósitos, que no tenían por qué coincidir con ella.
La seducción, según dicen, es todo un arte, y como tal requiere de dosis proporcionadas de inspiración y trabajo. A la vista de las posibilidades que me ofrecía mi guardarropas decidí cargar un poco más la lista de tareas a cargo de la inspiración, y aposté algunos boletos a que mi viril estampa supliera la carencia de alguna prenda a tono con la época.
No es que no contara con ropa en absoluto, ocurre que mi vieja sostenía con firmeza la creencia de que entre los deberes de una madre figuraba ocuparse personalmente de la elección de la ropa de sus hijos, y no se había fijado plazos para eso; la consecuencia era que mis atavíos, no obstante ser de pasable calidad, no terminaban de encajar con la moda de la época, que no por decontractee dejaba de ser tirana. Por supuesto que estar a la moda no era de ninguna manera un propósito deliberado, creo que incluso habría llegado hasta a pelear con quién postulara que semejante materia ocupaba alguna porción de mis intereses por aquellos tiempos. Mi indignación hubiera rechazado de plano cualquier posibilidad de ajustar mi indumentaria a los cánones de la temporada. En mi descargo cabe acotar que tal actitud estaba ampliamente difundida.
Pero todos hemos de pagar tributo a los tiempos que nos toca vivir.
Con los años, después de muchas batallas perdidas - algunas sólo escaramuzas, por cierto - comencé a intuir que ése es el mejor momento: los aprestos son pura exaltación, las posibilidades están latentes, y gran parte del futuro está - para bien y para mal - en nuestras manos.
En esos maravillosos minutos previos yo podía soñar con una noche distinta: que la magia destellara un fugaz segundo, que mis labios tocaran los suyos, que no me atacara la recurrente sequedad en la garganta, que mi vista no se nublara. En fin, que no fuera yo, sino otro, más parecido al Luis que imaginaba y deseaba ser.
Divagaba en esto cuando cuando decidí, frente al espejo, que a mi rostro no le caería mal una afeitada. Nótese que no he dicho: a mi barba. La pelusa que aún se resistía a crecer en forma previsible no justificaba más que una repasada de tanto en tanto. Pero el macho humano es bastante tonto en su juventud, por ser benévolos, y yo no tenía ninguna característica excepcional a este patrón de conducta, tan bien descripto en innumerables tratados, por otra parte.
Apliqué la hoja de afeitar aquí y allá, pero el resultado aún no me satisfacía. Calculé mal el recorrido de la maquinita por un nanosegundo, y...¡Adiós patilla derecha!
Ya se sabe: no hay nada tan irremediable como un corte de pelo, menos aún en una época en que los atributos capilares constituían una zona esencial de la apariencia masculina, no tanto por sus cualidades de brillo o sedosidad como por su cantidad.
¡Terror! La más negra desesperación me invadió. Si un pozo se hubiese abierto frente a mí habría saltado dentro, pero ningún hado se apiadó. ¿Qué hacer? La menuda porción de cerebro que no sufría parálisis trató de usar la lógica. Si en circunstancias normales la disciplina me resultaba esquiva, no cabía esperar mucho en este espeluznante tris. Repasé las alternativas velozmente, descartada la muerte por propia mano, que mi cobardía no hubiese permitido. Podía dejar todo como estaba, y exponerme a apreciaciones dolorosas sobre mis habilidades manuales, o buscar la simetría, y arriesgarme a comentarios aflictivos sobre mis juicios estéticos.
Elegí la segunda opción, que al menos me permitía teorizar, actividad que, vislumbraba, iba a ser mi fuerte.
Fue por esa época que mi viejo, no sé si con sana intención, me dijo que nunca podría conquistar a una mujer sin la camisa puesta. Por supuesto que semejante golpe al centro de la vanidad personal no pasa desapercibido, y el aplomo que infunde una buena imagen de uno mismo disminuyó un tanto.
Como se puede apreciar debía confiar en el hechizo de mis palabras, la ternura que inspirase mi gestualidad y la profundidad de mis miradas. La pobreza de mi contextura física no encontraba muchos atenuantes en la calidad de mi armadura: el caballero debería confiar en el filo de su espada, la velocidad de sus reflejos, y el poder de convicción que emanara de su aura.
A esta altura de los acontecimientos el narrador adeuda aún un buen número de explicaciones. Quizás el lector atento ya haya descubierto algunas de ellas, peo no estaría del todo mal revisarlas: yo me preparaba para jugar la final del mundo, Mónica lo único que pretendía era ver si mi perfil me alcanzaba para empezar las eliminatorias. Mi currículum amoroso cabía con comodidad en un boleto de colectivo, ella jugaba ya en primera. Por último, pero no menos importante, mis hipótesis eran de máxima, yo no me detendría por mi voluntad, ella - en fin - pondría los límites.

V

Llegué a casa de Mónica en unos minutos, evitando correr la última cuadra por un mínimo derespeto hacia mí mismo. Toqué el timbre corto, prometiéndome contener mi ansiedad, o por lomenos no hacerla muy visible. Naturalmente fue inútil, la visión de Mónica, con su pelo renegrido como, como. Bueno, renegrido, lacio y largo hasta la cintura. Bastó verla- decía- para comenzar mal; disculparse por una demora de mas o menos media hora no entra en los cánones del galanteo según lo entienden los argentinos. Ella captó al vuelo mi debilidad, y su movida fue magistral: No importa –dijo, enlazándose el cabello con las dos manos - igual vamos a volver temprano. Vaciló – hace mucho frío - agregó, y una luz pasó por su rostro de camafeo, muy blanco y de labios intensos, vibrantes, tan deseables...

Le agradecí mentalmente que haya moderado la dureza de la primer frase con esa sonrisa. En todo caso lo reducido de nuestro paseo podría atribuirse al clima, y no a mi poca importancia. Aunque naturalmente que no eran excluyentes.

Caminamos hacia la avenida, a paso rápido ¿Por qué? Intercambiamos alguna que otra

información sobre lo avanzado (en su caso) o no (en el mío) de nuestros estudios. Mis miradas la recorrían ávidamente, a pesar de mis esfuerzos por mantener la vista en algún punto indeterminado entre sus ojos color miel y su labio superior. Era infructuoso, mis ojos derrapaban hacia su boca, declinaban en su cuello, en ese triángulo de piel blanca que la bufanda no alcanzaba a cubrir, para terminar inevitablemente en la curva del nacimiento de sus pequeños pechos y ¡Gloria a Dios!, en el compacto pezón que el frío marcaba debajo de su jersey.

La noche iba perdiendo un poco de la típica humedad de Junio a favor de un viento casi molesto que soplaba del lado del parque. Al arrebujarse en su abrigo la sentí un poco más distante, pero su boca me sonreía, la ternura me inundó en ese momento, y me sentí algo menos insignificante.

Parados en el cantero central de la avenida esperamos a cruzar, instintivamente estiré mi brazo para protegerla del hipotético (e improbable) peligro del colectivo que iba frenando en la esquina, y ¡El milagro se produjo! Mi mano encontró la suya, suave y receptiva. Atravesamos la calzada, me armé de todo mi escaso coraje, y no la solté. Mientras fabulaba para ella todas las aventuras que había corrido, desde el ya lejano verano en que tuvimos nuestro último acercamiento, nuestras palmas, falanges y yemas mantenían su propio diálogo, reconociéndose, engendrando una íntima tibieza compartida.

Pasamos frente a la puerta del cine, Mónica ya había visto la película (como no), pero a mí me atraía la posibilidad de pasar un rato en la oscuridad. La función estaba empezando, el hall estaba vacío, y el boletero, hurgándose la nariz, miraba fijamente el afiche de la película, como descubriendo algo que había quedado oculto a las setecientas veces que lo hubo leído antes.

Pero, bueno, su negativa a mirar de nuevo una película vista sólo dos semanas antes era extremadamente lógica, y Mónica era de convicciones firmes y gustos definidos. De todos modos para entrar al cine había que pagar entrada, para eso se necesitaba dinero, y para extraer los pesos legítimamente ganados al tano tendría que soltar su mano. Y eso no, por nada del mundo, pensé, mientras me prometía a mí mismo no cometer nuevamente la torpeza de tomar su mano izquierda.

No importa - dije, no muy convencido, pero aparentando seguridad - Vamos a la pizzeria.

Era una prueba de fuego. Acceder significaba que no le importaba que el barrio nos viese juntos. Si era una maniobra urdida para provocar los celos del flaco no pasó por mi cabeza en ese instante (y creo que tampoco me hubiese importado).Pero luego de entrar ella me condujo, de la mano, hacia una mesa junto a la ventana, previsiblemente empañada (la ventana. La mesa, también previsiblemente, estaba sólo un poco sucia).

Hablamos de nosotros: cuan insoportable era su hermana mayor, que adorable era mi hermano menor, la proximidad de las vacaciones de Invierno y la situación política del país, tema este último que quedo casi a mi exclusivo cargo. La vehemencia de mis opiniones de aquel entonces parece que me anotó algún tanto a mi favor. He aquí un punto que los sociólogos deberían investigar: La radicalización del discurso político masculino es directamente proporcional a la proximidad a una mujer deseada. Y de Mónica yo deseaba todo, desde su hálito sobre el vidrio hasta sus uñas cortas tan poco agresivas; desde su garganta hasta la curva suave de su vientre, soñados (y evocados) desde el anterior verano.

La noche avanzaba, y mis progresos, aún para un observador imparcial, eran notables. Cualquier duda que mi animo abrigara respecto de sus verdaderas intenciones al salir conmigo se disipaba al calor del formidable aliento que mi ego estaba recibiendo. Mis descripciones de la ultima votación en el centro de estudiantes provocaban francas expresiones de hilaridad. Estaba en el camino, lo intuía como cuando palpitaba el triunfo acercándose al ver a mi adversario manipular nerviosamente el taco de billar. Mónica bebía de mis palabras, mi discurso nunca estuvo cargado de adjetivaciones tan exuberantes como esa noche. Yo era “El martillo de los herejes”, que golpeaba a la barbarie, el atraso, el imperialismo, el sistema capitalista y la condición humana. Y detrás de toda la podredumbre que nos rodeaba aparecía la luminosa figura de quien seria su redentor: un servidor, a la sazón abocado a una empresa menos rimbombante pero quizás mas decisiva para su futuro inmediato: la seducción de la adolescente mas pretendida del barrio y sus alrededores; la dulce fruta que todos codiciaban y (pero este pensamiento lo aparte rápidamente de mi cabeza) solo uno había probado.

La noche huía sin atenuantes, en pocos minutos comenzaría a salir la gente del cine y a desparramarse por la avenida rumbo a sus hogares. ¿Vamos?, propuse, vagamente, intencionadamente, quizás un poco tramposamente.

No hubo preguntas, sus ojos respondían. Al salir me dirigí en sentido contrario a nuestro rumbo previsible de vuelta a casa. ¿Adónde? No lo sabía. Desesperadamente le ordenaba a mi cerebro que me diese algún indicio. Pero ya se sabe: ninguna experiencia previa tenía en el baúl de mis recuerdos, ningún manual aconsejaba para estas situaciones. Es duro enfrentarse a las propias limitaciones. Yo debía improvisar. Y – por supuesto – solo mucho después entendí que estaba repitiendo el mismo ritual en el que millones de machos de la especie habían fracasado, y vuelto a fracasar. Sólo para volver a intentarlo, la vida misma lo ordena.

A medida que sentía la boca mas seca mi conversación languidecía. Mónica parecía esperar algo de mí, y, o bien yo no sabía qué era, o decididamente carecía de ello.

Empero, aun el peor de los suplicios llega a su fin, y – como supe mucho tiempo después – este tormento agridulce tiene la belleza de lo irrepetible. El invierno decidió por mí: comenzó a lloviznar. El toldo de la panadería sirvió de refugio, mezquino y oscuro nos obligaba a aproximarnos, es decir: ideal.

Miramos juntos la lluvia, no había más palabras. Tragué saliva varias veces. Mónica me miraba sin pestañar. Ahora llovía torrencialmente, el ruido del agua sobre el piojoso toldo era atronador, acerqué mi boca a su rostro, muy lentamente, mientras nuestras manos jugaban sus propios rituales, nunca aprendidos, pero misteriosamente acompasados, como si se conocieran de toda la vida: entrelazando dedos, presionando y cediendo, cóncavo y convexo, penetrando y envolviendo. Sin ceder, sus ojos tiraban de los míos. Cuando se cerraron fue como una orden, callada, inmediata y perentoria: mis labios resecos se aproximaron a los suyos, y el destino que los dioses tejieron se cumplió; y el castigo por mi soberbia llegó, y dije lo que estaba escrito que diría:

Laboriosamente, casi susurrante: “¿Querés coger?”.


Udi, rosario, jun-2001, jun-2002