Bella Ciao, una versión "pulenta pulenta"

jueves, 20 de enero de 2011

Otros Evangelios (Completo)



Para todos aquellos que en el último mes dudaron maliciosamente acerca de la continuidad de los “Otros Evangelios” llega el merecido castigo: no sólo que aquí termina la meneada saga, sino que el polígrafo del Barrio La República la publica completa.

Para solaz de sus seguidores (escasos, pero valiosos) y desdicha de sus detractores (que son legión, para estar a tono con el texto).

I
Umberto Eco
Sabida es la fascinación que los relatos herméticos ejercen sobre el imaginario de lectores poco entrenados, o mentalidades relativamente débiles. Consciente de tal circunstancia Umberto Eco pergeñó, a mediados de los '80 una novela que, montada sobre la universal repercusión que unos años antes había obtenido "El nombre de la rosa", fue uno de los acontecimientos editoriales más esperados del fin del cortísimo siglo XX.
"El péndulo de Foucault", de él hablamos, despertó en un servidor, aún antes de su salida a la luz, un irresistible afán por adquirirlo.
Así son los mortales, querido lector: se figuran que poseyendo un objeto se apropiarán, por alguna especie de mágica transubstanciación, de los saberes y poderes que en su esencia se compilan.
Naturalmente hube de leerlo, acometiendo la lectura con el afán de lucirme frente a una señora cuya atención me interesaba despertar por aquellos tiempos y a quién esperaba secretamente seducir con mis profundas reflexiones en torno a la obra del semiótico piamontés. Ya fue dicho, pero nunca está de más reiterarlo: son incontables las estupideces, empresas y actos heroicos que son capaces de realizar los hombres con el objeto de conseguir una cita con una mujer. Postula - incluso - una secta fundamentalista que " todo" lo que el hombre hace en su corta vida es con este objetivo. Dejaremos este punto librado a la conciencia de cada uno, no por esquivar el bulto - dios nos libre - sino por exceder los propósitos de este modesto artículo.
Emprendí, pues, la lectura del citado "péndulo.." con el doble deseo de encontrar placer en sus páginas, y generar las condiciones para obtenerlo con el concurso de otro, citando los mejores capítulos con verba florida, hondas consideraciones, y espíritu galante.

Pero nada es tan fácil en la vida, y la comprensión de ciertos pasajes, escritos en un latín nada perspicuo, se reveló infructuosa a las primeras lecturas. La trama, empero, mantenía su interés, más allá de ocasionales derivaciones.
El apropiado ambiente para una novela intelectual y sofisticada es - naturalmente - una editorial, lugar al que llegan exponentes de toda la gama de la inteligencia humana, que es limitada; y de la estulticia, que - se sabe - es infinita.
Por elevada y erudita que parezca la actividad editorial no deja de tener su costado crematístico, al cual no hay que descuidar, so pena de atentar contra la vida espiritual que discurre en estos ámbitos. No por conocido el viejo refrán pierde validez: "Bien me quieres, bien te quiero: no me toques el dinero". Es decir: amén de templo consagrado a la promoción de los más altos valores humanísticos y científicos una editorial es un negocio que debe manejarse según los irrefutables cánones que mandan obtener beneficios materiales (el máximo posible, agrego, recordando viejas lecturas).
Así las cosas, en la editorial que Eco nos presenta creen firmemente que lo único imprescindible son los autores. Los hipotéticos lectores son vistos como un agregado simpático, pero cuya existencia no es crucial para la continuidad de la empresa. A los fines de obtener la indispensable rentabilidad se debe, pues, contar con una permanente afluencia de autores ansiosos de ver su obra en letra de molde. Deseo, por otra parte, muy humano y comprensible, y cuya potencia es tal que los futuros editados, paladeando ya las mieles de la fama - módica, de aldea - aceptarán participar en los costes de producción de la primera tirada, en un porcentaje apenas superior al ciento por ciento. Por supuesto, para lograr esta disposición de espíritu la editorial habrá de incurrir en ciertos gastos de representación que deslumbren a los futuros clientes, digo, autores. Una de estas inversiones en relaciones públicas es el otorgamiento de un premio anual a la creación literaria, un año en verso y otro en prosa. Y aquí llegamos a la causa de estas líneas: el premio en cuestión llevaba el nombre de "Petruccelli della Gattina", al que - en mi ignorancia - atribuí un origen fantástico. Entiéndaseme bien: creí que Umberto Eco ponía allí ese nombre como quién escribe, qué sé yo, Juan Pérez o John Doe. En el contexto parecía verosímil mi conjetura. Pero las cosas, querido lector, son siempre más complejas de lo que uno supone.

II
Udi
Unos años después, cuando ya el semiólogo devenido novelista de fama universal había publicado - y un servidor comprado y leído - un indigesto mamotreto al que tituló - algo pomposamente, opino - "La isla del día de antes", me ocurrió un acontecimiento singularísimo. A la búsqueda de un viejo tratado sobre la incidencia de las enfermedades venéreas en la moral de las tropas fascistas durante la guerra civil española. (Parece que las cuatro columnas que al final entraron a Madrid, a encontrarse con la quinta, estaban estragadas por la sífilis, que también Franco habría padecido).

Encontré, decía, en el fondo de un estante casi carcomido por la polilla un volumen amarillento, de tapas resquebrajadas cuyo título, apenas legible, era "Memorias de Judas". Vaya a saber por qué - no se me conoce por mi apego a los evangelios, canónicos o apócrifos, precisamente - decidí abrirlo.
Si tú, querido lector que me conoces y frecuentas, te muestras sorprendido, permíteme expresarte que mi asombro en ese momento fue aún mayor. El autor de esa obra era, habrás adivinado, Petruccelli della Gattina, que encima cargaba con el poco eufónico nombre de pila de Ferdinando.
Me creí dentro de una novela: yo era un personaje de Eco, que en realidad es un personaje de Petruccelli della Gattina. Como en un juego de espejos enfrentados llegué a pensar que el único real en esa historia era Petruccelli, que imaginó un novelista, que postuló un lector: un servidor.

Tuve un leve acceso de pánico, que llegó y pasó, pero dejó un sedimento importante.
En efecto: ¿Quién fue Petruccelli della Gattina? El libro en cuestión poco explicaba. Una edición española de 1937, papel de baja calidad, pie de imprenta cuanto menos dudoso, traductor ignoto y datos del autor lacónicos que excitaron mi curiosidad sin satisfacerla, como divisar desde la acera a través de una ventana un destello de seda que descubre una pierna. Un giro y un frú-frú de cortinas que caen. Conocemos la calle y el número. Pero, ¿Quién es esa belleza entrevista?
En ese estado de ánimo acudí al propietario del mohoso establecimiento, viejo librero catalán, reliquia de la guerra civil anclado para siempre a la vera del Paraná. A fuer de conocer su mercadería el viejo refugiado debería poder informarme sobre ese libro y su autor.
Algo sabía el veterano anarquista, y tal como me lo dijo, sin quitar ni poner una coma, es que ahora lo transmito a Ustedes, mis respetables, pacientes, y - lamentablemente - escasos lectores. No por ello menos apreciados, por supuesto.


III
Petruccelli della Gattina
Italia, a mediados del siglo XIX, era un conglomerado de pequeñas formaciones políticas, herederas de la restauración monárquica y clerical de 1815. Los Borbones, la Casa de Savoia y otras familias igualmente honestas y tolerantes se repartían el territorio peninsular, salvo aquellas comarcas regidas por la férula papal. Es en este contexto en el que se desenvuelve nuestro hasta ahora ignoto autor. Petruccelli nace en 1815, de familia noble. Padre y tío masones; a instancias de una abuela pía y piadosa es educado en conventos y seminarios, de los cuales fue invariablemente echado por irreverente. Estudia medicina en Nápoles. Y se convierte en un periodista, escritor y militante político que en 1848, año de la primer comuna, se juega la cabeza en la revolución liberal napolitana. Casi la pierde, dado que la policía borbónica le pone precio. Huye a Francia. Va y viene intermitentemente a Inglaterra. Es expulsado de Francia, en 1852...y en 1859...y en 1871, después de intervenir activamente durante la primavera de la comuna, antes que las tropas de la aristocracia alemana intervengan para salvar a la burguesía francesa.
Durante estos años participa de la unificación italiana, es electo diputado, combate a la iglesia y es expulsado nuevamente. En 1868 escribe su obra máxima: "Memorias de Judas", en francés. Esto no le reporta mayores simpatías de parte del partido clerical, pero a esta altura de su vida podemos conjeturar que no le debe haber importado en demasía. Petruccelli della Gattina muere, siendo diputado y ya menos jacobino, en 1890, ciego, paralítico y condenado al olvido. Como dijera Cervantes tres siglos antes, no es recomendable toparse con la iglesia, sus odios son longevos.
Este es, pues, el autor del poco explícito volumen que había caído en mis manos. La información proporcionada por mi ácrata librero no moderó mi curiosidad, antes bien la exacerbó. Me propuse leer la obra de un tirón, postergando otras lecturas más urgentes pero menos necesarias, decidiendo no dar importancia al estilo farragoso que, anticipé, correspondería a la época y al canon decimonónico.


IV
Judas
¿Cómo se veía a Judas, personaje estigmatizado si los hay, en el siglo XIX, romántico y revolucionario? Petruccelli da en el clavo: para reivindicar a Judas lo transforma en un nacionalista, y pone en su boca argumentos que, a los oídos de aquellos que luchaban contra los imperios ya en decadencia, serían más que incontrastables. El Judas de Petrucceli guarda similitudes con un personaje (o persona...) que recién hemos descubierto. Criado en cuna aristocrática se convierte en tránsfuga y adopta la causa del pueblo. Educado en la tradición y el respeto a la religión instituida se transforma en un escéptico, cuando no cínico. Judas es un organizador nato, su ideal: la unificación de Judea en un reino soberano que restaure las glorias antiguas. Ideal, por otra parte, sospechosamente parecido al de Garibaldi, bajo cuya bandera combatió Petruccelli della Gattina.
Las memorias fraguadas por Petruccelli dan cuenta de un ambiente de inminente rebelión contra el Imperio, nada original, dado que los judíos se la pasaban de rebelión en conspiración y de protesta por los impuestos en rechazo a adorar la efigie del César. Apoyándose en la historia de Flavio Josefo, Petruccelli nos pinta una Judea plagada de bautistas, profetas, santones y líderes guerrilleros. Parecería que el país del cual brotan la leche y la miel está maduro para una rebelión que expulse a los romanos, pero necesita un líder carismático. Judas lo busca, sabedor que esa tierra produce profetas en abundancia, y lo encuentra.

Es un muchacho un tanto ignorante de los usos y maneras refinados que los romanos han introducido en Judea – la civilización, vamos – de buen corazón, pero demasiado ingenuo y compenetrado en el papel que otros han elegido para él. Naturalmente Jesús, de él hablamos, tiene ideas propias sobre la situación política y su rol en ella. Y la embarra, por no dejar las decisiones importantes en manos de quién realmente las comprende, es decir: Judas. Influido por brutos como Pedro (quién lo negó tres veces, pero supo arrepentirse a tiempo) Jesús cumple un papel que Judas no había pensado para él. Renuncia al liderazgo y se sacrifica. Judas maldice la oportunidad de revolución perdida, pero, conmovido por el gesto de Jesús, así y todo no lo abandona. Soborna a los centuriones y lo baja de la cruz, aún vivo, para llevarlo a vivir a...Roma, nada menos. Jesús, contrariado en su deseo de ser sacrificado, muere de pena al poco tiempo, no sin antes hablar largo y tendido con un tal... Saulo de Tarso, judío helenizado, comerciante próspero y cosmopolita, quién ve allí material para abonar ciertas ideas que había conocido en un viaje iniciático por Oriente.

Judas, incansable, continúa conspirando para obtener la liberación de su patria.

Hasta aquí, la anécdota. Pletórica de guiños y mensajes para sus contemporáneos la obra pone muchas veces en boca de sus personajes expresiones que inconfundiblemente pertenecen al siglo del autor.
Así, pues, Petruccelli no sólo existía sino que era autor de una obra prolífica como agitador político y una novela histórica que postula una visión revolucionaria sobre uno de los momentos más cargado de significados en la historia de occidente. Petruccelli reivindica a Judas, tan execrado por los evangelios canónicos y la patrística tradicional. Y su explicación es verosímil. Todos los personajes de la pasión desfilan por las páginas de las "Memorias...", diciendo y haciendo lo que debieron haber dicho y hecho, en forma más creíble, incluso, que en los contradictorios evangelios canonizados por la Iglesia de Roma.
Tenemos entonces, queridos lectores, a Umberto Eco, a Petruccelli della Gattina y a Judas. ¿A dónde nos llevará esta línea? Se pregunta, un tanto confuso e indeciso vuestro autor, polígrafo de muchas temáticas, escaso talento y ningún renombre. Hay una máxima de oro en la literatura argentina del siglo pasado: "Cuando no tengas nada interesante por decir, siempre puedes glosar a Borges". Hacia allí vamos, entonces.


V
Jorge Luis Borges
Pocos tópicos escaparon del escrutinio de nuestro mayor vate. Algunos mejor tratadas que otros, justo es reconocer.
Postulando universos o series de ellos, conjeturando repeticiones infinitas, imaginando aleatorias secuencias temporales u horrorizando con la mera posibilidad de recordarlo todo; Borges no vaciló en re-escribir sobre todo aquello que - a su juicio - merecía una segunda visita.
En 1944 se publica "Artificios", en cuyo prólogo el autor nos advierte sobre la "ejecución menos torpe" de ciertas piezas que lo componen, entre ellas "El Sur" y "Funes el memorioso" quizás el habitante más famoso de Fray Bentos hasta la erección de Botnia. Al final del prólogo, y en tono casi casual, reconoce Borges el "remoto influjo" de León Bloy "en la fantasía cristológica (sic) titulada Tres versiones de Judas".
¿Quién es Judas para nuestro "Nobel-que-no-fue? Fiel a su estilo de hacer decir a otros en forma directa aquello que él piensa en forma oblicua, Borges postula un teólogo, a lo que cualquier hijo de vecino se atreve; y una teología, que ya es algo más.
Nils Runeberg, nos dice el autor de "Fervor de Buenos Aires", enseñó en la universidad de Lund, que - según su página web - se encuentra en el sur de Suecia y fue fundada en 1666. Acaso Borges ignoraba este dato. No sería del todo improbable que, de haberlo sabido, no le atribuyese connotación alguna en especial. Es sabido de su renuencia a clasificar los fenómenos más allá de la mera probabilidad estadística. Quizás el maligno decidió influir en él para que situara a su personaje en una institución que fue creada en el año que contiene de forma harto evidente "su" número, tal vez no. En un universo cuyas reglas pueden ser modificadas por el azar de una lotería este hecho no podría investir ningún significado especial.
Asumamos entonces a Runeberg, a quién - todo hay que decirlo - las autoridades de la universidad de Lund no juzgaron oportuno incluir en parte alguna de su website, siendo, quizás, su representante mas famoso. En efecto, el nombre "Nils Runeberg" aparece en 1838 enlaces web, mientras que la Universidad es mencionada en - aproximadamente – 1 millón de sitios. Dados los 300 y pico de años que se festejan desde su creación, y los miles de documentos que se supone entregan a la comunidad científica sus esforzados alumnos y profesores, no sería del todo aventurado proponer que a estas alturas, y con un meritorio 0,02 % de ratio entre su nombre y el de la escuela de altos estudios, el imaginario teólogo reciba su doctorado Honoris Causa, o al menos se designe con su nombre algún salón, o simplemente se descubra una modesta placa en algún rincón del campus, patrocinada - ¿Por qué no? - por la embajada argentina en Suecia, o su agregado cultural, al menos.
Dejemos a lo ingratos y fríos suecos y volvamos a Borges y su Judas.
Runeberg - Borges - explora el papel de Judas en la "economía de la redención" y llega a la conclusión, a todas luces lógica, que el miserable papel desempeñado por quién luego sería el epítome de la traición estaba contemplado en el plan divino; Judas, consciente de la divinidad cumple con su rol de reparto y entrega a su maestro para que el drama se consume.

Efectivamente, dirían los refutadores de leyendas, entre cuyas filas muchos militan sin saberlo: ¿qué necesidad había de recurrir a un tercero - cualquiera - para identificar a un galileo que predicaba diariamente en el templo y que había ya comparecido ante los doctores de la ley? La traición era entonces, funcional al sacrificio divino: Los hombres, representados en Judas, el discípulo más amado, se sacrifican asumiendo el más ignominioso de los crímenes, la traición. ¿Algo rebuscado, no? También el poeta de Palermo debió pensarlo, y unas líneas más abajo abunda en esa línea.

Judas, hace decir Borges a Runeberg, mortificó su espíritu así como los ascetas mortifican la carne. Con el peor y menos redimible de los pecados, la traición, para la cual no hay – siquiera – explicación que contenga algún viso de dignidad, como la hay, por ejemplo, en el homicidio, que requiere alguna dosis de coraje, virtud – se sabe – altamente apreciada por nuestro autor. “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, dice el refrán. De razonamiento un tanto directo, forzoso es reconocer. Aquí el maestro deplora en forma concomitante tanto la pretendida felonía de Judas como su propia, reconocida, cobardía.

No se detiene el autor de “El Sur”, y avanza con una tercera tesis, que el mismo define diciendo: “El argumento general no es complejo, si bien la conclusión es monstruosa.”

Aquí el acto de Judas se inviste del inconmensurable amor que Dios sintió por los hombres. Tanto los amó Dios que realizó su plena humanidad encarnando en la más ínfima de las criaturas, la más rastrera, aquella que todas las culturas aborrecieron: el traidor. Más aún, se convierte en el traidor por antonomasia. Ese, pues, es Dios, infiere Borges, que aún contando con “los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer” elige redimirnos como especie, no tanto por un sacrificio limitado a algunas horas de agonía, por sangrienta que Mel Gibson haya querido mostrárnosla, sino a través de el sacrificio supremo: convertirse, per sécula seculorum, en la criatura más aborrecible de la creación.

Curiosa hipótesis, o no tanto, que remitiría a incesantes y muy borgeanas repeticiones.

Hasta aquí, mis queridos y pacientes lectores, las versiones de Judas según el poeta mayor de la argentinidad. Todo lo cual nos deja aún más desconcertados, si fuese posible, sobre el personaje.

Vuestro autor, presionado por algunos lectores ávidos de sensacionalismo y que no renegarían de ver su poco difundido nombre arrastrado por el fango, debe apresurar esta entrega de su trabajo por capítulos. En fin, ya el mismo Dowstoiesky supo de estos avatares.

Por consiguiente, y antes que los reclamos se conviertan en franca desaprobación, amén de insultantes insinuaciones respecto al oro del vaticano (¡Ay! Antes fue el de Moscú) resumiremos el actual estado de nuestra modesta investigación al momento: de Umberto Eco hemos pasado, bastante airosamente, al hasta ahora injustamente olvidado Petruccelli della Gattina (ciertamente, hasta aquí, quién más simpático me ha caído). De éste a Judas, cuyo enigma persiste, y en la búsqueda de sus motivaciones hemos singlado hasta Jorge Luis Borges, cuyas costas – hay que reconocer – permiten aproximarse desde todos los mares de la literatura. Aún desde pequeños charcos, como el presente opúsculo.

Sin más, entonces, y ejerciendo la soberanía que me confiere ser – para bien y para mal – el honrado, sí que limitado, autor de estas líneas, nos dirigiremos hacia nuestro nuevo puerto: El evangelio de Judas, según la prestigiosa, y poderosa, National Geographic.

VI

El evangelio de Judas

Un poco antes de la celebración de las Pascuas del 2006 se dieron a conocer las conclusiones a las que arribó un grupo de investigadores que, con el poco interesado patrocinio de la National Geographic y el Waitt Institute for Historical Discovery estudiaron un manuscrito egipcio en idioma copto del siglo IV de nuestra era. El texto, escrito sobre un papiro, resistió escondido no sólo el paso de 16 siglos, que ya es mucho decir, sino a las manos de los comerciantes de antigüedades, lo que es casi un milagro.

Quizás esta supervivencia nos hable de cierta predestinación, quizás el azar sí tenga alguna extraña incidencia en los asuntos humanos, teoría que – no sin algún esfuerzo – sustenta ciertos filósofos que soportan estoicamente los embates de un siglo cargado de genuflexiones hacia el imperio de la razón científica. “Paciencia, maestro” dirán los hombres sensibles, “Siempre nos queda la poesía”.

Como sea, el texto, laboriosamente traducido ¿Interpretado? no representó sorpresa alguna para los estudiosos de esta materia. En efecto, los llamados “Evangelios Gnósticos” fueron conocidos, discutidos y rebatidos – quizás con tenacidad digna de mejor causa – por sus contemporáneos, varios de los cuales fueron famosos y reconocidos santos de la Iglesia Católica Romana. Los “Padres de la Iglesia”, que así se los denomina, se convirtieron en los más esforzados defensores de los evangelios de Lucas, Mateo, Marcos y Juan.

Tradicionalmente se acepta que fue un francés quién dio por zanjada la cuestión relativa a cuales evangelios debían ser aceptados y cuales no. En realidad San Ireneo, a él nos referimos, nació en el Asia Menor, pero ejerció su obispado y escribió sus principales obras en Lyon, que quizás por aquel entonces aún fuese conocida como Lugdunum, como la llamaron los romanos. Apoyándose en criterios históricos muy en boga por aquellos tiempos (año 190 más o menos) Ireneo postuló que sólo cuatro de todos los evangelios circulantes por aquella época debían ser aceptados.

(Queda así resuelto, de paso y no como objetivo de estas líneas, el verdadero origen de la pretensión de los franceses en ser árbitros de todas las disputas. Desde la teología hasta la moda, sin dejar de lado la filosofía, si bien en esta disciplina han encontrado siempre dura competencia en los alemanes. El tiempo resolvió la cuestión, decantando los germanos por las distintas variaciones del idealismo – incluyendo el materialismo histórico – y los galos por el crudo racionalismo.)

Continuando con el tal Ireneo, el deficiente estado de los caminos por aquella época no permitió que las conclusiones a las cuales arribó este santo varón (y que fueron adoptadas por el Papa) llegasen rápidamente a todos los confines del hasta por entonces aún no dividido Imperio Romano. Así, algunos fieles cristianos, a los cuales no se les pasó nunca por la cabeza cuestionar el poder y sabidurías de la Iglesia, incurrieron en herejía sin saberlo y con grave riesgo para la eterna salvación de sus almas. Pero justo es reconocer, también, que las herejías por esos años estaban a la orden de día. Vamos, si bastaba que algún obispo se peleara con el papa, o su representante, para que decidiera que la figura de la “Trinidad” era sólo eso, pues, una figura. Para no hablar de las - cuanto menos – extrañas conclusiones que extrajeron de tales premisas, que les autorizaban a prácticas que hoy serían severamente reprobadas, como por ejemplo entregarse a desenfrenadas relaciones sexuales grupales con el objeto de acelerar la llegada del fin de los tiempos. No queda claro, de la crítica de los “Padres de la Iglesia”, si la censura a tales actividades provenía de un auténtico celo por la ortodoxia o de motivos más mundanos.

Volviendo entonces a nuestro tema, los “evangelios de Judas”. Es universalmente aceptado que el núcleo duro de su mensaje, y la única razón de su existencia – postulan algunos – es la reivindicación de éste fascinante personaje y los motivos de su conducta respecto a su maestro. En efecto, por centurias los cristianos se preguntaron el por qué de este acto de abyecta vileza que se presenta en el itinerario de aquel que venía a – precisamente – redimir a los hombres. El “evangelio de Judas” lo responde, económicamente, hay que agregar, con un argumento que si bien no deja de tener sus puntos oscuros aparece aportando una cuota de credibilidad mayor que las versiones un tanto “inocentes” de los evangelios reconocidos, sobre todo aquellos que explican el acto de traición con el manido expediente de recurrir al “Deus ex machina”, alegando una intempestiva y extemporánea irrupción del “Maligno” en el alma del discípulo ¿Preferido? de Jesús.

Tal como siglos después lo escribiera Dumas, «El portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del Estado. ». A Judas, al parecer, no le quedó constancia alguna de su obediencia, pero, de ser cierta la especie, debe estar riéndose en el cielo, a la diestra del Hijo, y un par de peldaños abajo del Padre.

Hay aquí un tema que los evangelios conocidos dejan en cierta nebulosa en su relato sobre la vida y hechos de Jesús, y es la participación en este derrotero de los apóstoles: siempre preguntando, siempre temerosos, a punto de abandonar a su dirigente en cualquier situación, simples “partenaire”, se diría. Esto fue subsanado posteriormente, introduciendo los “Hechos de los Apóstoles”, pero este relato se refiere a su actividad después de la muerte y resurrección de Jesús. Los apóstoles son presentados muy sumariamente en los evangelios, y – en el caso de aquel que nos ocupa – su apodo “El Iscariote” es interpretado de diversas maneras. Una de las más aceptadas es la que lo explica por derivación de la palabra “sica”, un tipo de espada que solían utilizar los guerrilleros urbanos judíos de la época. Hoy se los conocería por “terroristas palestinos”, pero esa es otra historia, o quizás no tanto.

Judas, entonces, era probablemente un tipo de armas llevar, y puede que esto lo haya diferenciado de los otros apóstoles, quienes – salvo Mateo, recaudador de impuestos – eran campesinos y pescadores galileos, es decir: provincianos. Podemos, sin arriesgar demasiado, inferir que no eran parte de la clase ilustrada precisamente. Tal vez por eso fueron elegidos, quién sabe. Como sea, algo se conoce de Judas, era el que llevaba la bolsa con el dinero para afrontar los gastos en común. Esto sugiere una cierta dosis de confianza por parte de Jesús, no sólo en su honestidad sino en una mediana capacidad para llevar una mínima contabilidad y – por qué no – la confección de algún rudimento de presupuesto. El hecho de que fuese uno de los primeros en acompañarlo también podría ser considerado como una señal de preferencia. De cualquier modo, Judas no encajaba muy bien con el resto de los seguidores del galileo, quienes – sin alejarnos mucho de la verdad – podrían bien ser caracterizados como palurdos. Petruccelli, ciertamente, no se priva de hacerlo.

A partir del siglo XVIII, con la ilustración, empezaron a ser escuchadas voces que instaban a una lectura diversa de los evangelios, del antiguo testamento, y – todo llega – del papel de Judas en la lógica de la redención.

Comenzaba la crítica bíblica, curiosa disciplina que tanto sirve para un lavado como para un fregado, pero que tiene en su haber el mérito de ser la predecesora de la moderna lingüística. Fueron los herederos de Lutero los más aplicados estudiosos de los textos que hasta entonces muy pocos se habían atrevido a cuestionar. Surgen entonces interpretaciones que refutan, basándose en contradicciones de los evangelios, ciertos pasajes de estos confrontándolos con los conocimientos históricos disponibles para esos tiempos. Del estudio del estilo se infiere la época en la que fue escrito determinado pasaje, y se comienza a relacionar el sentido de los textos con las necesidades políticas que incitaron al autor en su momento. Innegablemente grandes males se han derivado de estos métodos, pero eso también forma parte de otra historia, que – si la suerte ayuda a vuestro polígrafo – contaremos en otra oportunidad.

Hasta ese entonces, para todos aquellos que hayan llegado hasta este punto: ¡Salud!