Altar, ara.
La sacerdotisa se inclina,
su cabello refulge
bajo las teas oscilantes.
Los dioses seniles aullan en su nuca.
Bajo el lino inmaculado
su pecho, excitado y vibrante
roza las hebras que me atan,
más fuertes que mil cadenas.
Con el poder y el peso del signo.
"No lo resistiré", me digo.
Pero soporto. ¿Qué me sostiene?
Ella danza a mi alrededor,
sus manos, sabias de milenios,
se hunden en mi vello.
Su boca busca mi cuello.
En la última gruta
los dioses, vacilantes,
exigen su cuota de sangre,
y ella promete redimirme.
Ella danza a mi alrededor,
sus manos, sabias de milenios,
tocan su cuerpo,
su mano señala el punto,
que es origen y meta,
placer y castigo,
deleite y culpa,
pecado y redención.
Ella danza a mi alrededor,
sus manos, sabias de milenios,
se hunden en el misterio de la vida.
Húmedas, trazan signos en mi frente,
penetran mi boca, sedienta,
con la sal de mil mares,
se detienen, acechantes
en mi pecho, palpitante,
que anticipa probables goces,
y seguros dolores.
Los dioses, exasperados,
exigen su cuota de sumisión.
Y ella, fiel ejecutante,
cabalga sobre mí,
hurtando sabiamente
su tesoro anhelado.
- ¡Cree! - ordena - y serás como Dios.
Y así decreta mi muerte.
Con un solo movimiento,
sus manos, sabias de milenios,
arrancan mi corazón.
- ¡Ya no necesitarás esto!
- exclama, y su cabellera
estalla en llamas.
Y allí me quedo,
curiosamente vivo.
Sé que respiro, sé.
Más nada siento.
Y de aquí hasta el fin,
sólo eso: saber que el mar arrulla
sin sentirlo.
"Es el precio de ser hombre", me digo.
Y es entonces que comprendo:
he elegido.
"La dignidad descorazonada".
Nunca más cierto.
udi, 14 de enero de 2008.