- ¿Mate o café? – preguntó Rosa, levantándose de la reposera de mimbre, y tranquilizándome un poco: me sentía observado. Más aún, sus ojos pardos que siempre tuvieron el poder de atravesarme parecían escarbar en cada signo que el paso del tiempo había dejado sobre mi cara, mis manos, mi pelo o mi figura.
- ¿Conseguís yerba? – dije por decir, y mientras lo decía tuve conciencia de lo estúpido de mi pregunta.
Lo dejó pasar, dándose cuenta de mi incomodidad.
- Vení, ayudame con el mate.
Me acerqué a la cocina jugueteando con un llavero que tomé de la mesa.
- Dame eso – me dijo, con una mirada casi maternal – Si no, lo vas a terminar perdiendo, como perdés siempre todo, hasta las cartas sin mandar.
No supe que hacer con mis manos, y mientras apagaba el cigarrillo en un plato sucio esbocé una caricia en su pelo, mucho más corto que entonces.
En silencio giró hacia mí y nos abrazamos y comencé a llorar en el cálido hueco de su hombro, quedamente, sabiendo – como se sabe a los cuarenta y pico – que uno no llora por los demás, siempre se llora por uno mismo, por lo que somos, lo que pudimos ser, las ilusiones perdidas – o, peor – abandonadas.
- Te quiero – dije, sabiendo lo patético que resultaba expresarlo después de mas de veinte años – Siempre te quise, y aunque esto ahora te importe muy poco me alivia muchísimo haberte encontrado para ser sincero conmigo mismo.
- Seguís siendo un chico. ¿Cuándo vas a crecer?
Había caminado bajo la llovizna insidiosa de esa ciudad desconocida y esquiva durante casi una hora. El llamado telefónico, en vez de tranquilizarme o darme ánimo avivó mi natural indecisión:
- ¿Rosa?
- Sí, ¿Quién habla? – dijo en castellano, reconociendo, sólo por la forma de pronunciar un nombre, el idioma en que fue expresado.
- Gabriel...
- ¿Gabriel? ¿Gabriel...de...?
- Soy yo, Rosa, Gabriel.
- ¿Dónde estás? ¿ No me digas que...?
- Estoy en Praga. Vine al congreso de Lingüística. ¿Podemos vernos un rato. Digo, tengo la tarde libre. ¿Vos podés?
- Vení ahora. ¿Sabés llegar? Yo voy a trabajar en casa toda la tarde. Venite ya.
- Bueno, en un rato llego. Chau
- Chau, chau, un beso.
Salí caminando del hotel, sin saber hacia dónde.
Mas de veinte años después iba a decir lo que siempre supe que debí haber dicho, y – a pesar de tantos golpes recibidos – aún sentía miedo. ¿Me animaría a enfrentar a los fantasmas de mi pasado?
No terminaba de pensar en la frase que ya me avergoncé de lo cursi y demodé del estilo introspectivo: ¿Fantasmas de mi pasado? Si hasta parecía sacado de un culebrón venezolano. “Los ricos también lloran”; “Yo, amor mío, no puedo amarte, por que yo: soy tu padre.”. Impostaba mentalmente la voz mientras en una segunda pista musicalizaba la escena y mi costado profesional imaginaba el título de mi próximo ensayo: “Una Gramática de la telenovela. Aproximaciones al lenguaje televisivo finisecular” por el profesor tal y tal, licenciado en tal cual, etcétera.
Pronto comprendí que en realidad lo que estaba haciendo era evadirme de la decisión que debía tomar: Sin lugar a escapatorias, Rosa estaba allí, a pocos minutos de distancia, después de muchos, demasiados, años y miles de kilómetros. Recordé con dolor esa oportunidad, hacía quince años, cuando en ocasión de cursar un posgrado en Florencia supe que Rosa estaría allí por unos días, en casa de alguien vagamente conocido. Recordé, regodeándome en humillarme por mi cobardía, cómo caminé una noche entera por esas callejuelas entonces desconocidas sin animarme a tocar el timbre en ese apartamento cuyas señas quemaban el arrugado papel en el fondo de mi bolsillo; y cómo, ya entrada la mañana, volví a la pensión estudiantil dónde paraba para armar un bolso apresurado y salir a recorrer Italia por los quince días que Rosa iba a estar en Florencia.
- Pura cobardía – alegué, sin esperar ser creído. – Nunca me animé a enfrentar que mi vida fluía tan plácidamente sólo por seguir la línea de menor esfuerzo; transitar los caminos que otros – familia, relaciones sociales, académicas, políticas – diseñaban para mí.
- Cada tanto me llegaban noticias tuyas, alguien te había visto, o me mandaban por correo algún artículo tuyo en los diarios, antes de internet, por supuesto. Aunque te parezca extraño ahora tengo casi todos los textos tuyos que circulan por la red. Algunos son demasiado técnicos para mí, pero los leo igual. Es una forma de estar cerca, de tenerte un poco.
Rosa me miraba mientras hablaba, cebando un mate de vez en cuando, con un vago acento que me costaba reconocer, y apelando a expresiones idiomáticas lejanas, ancladas en un país que existió hace veinte años. Dicen que el exilio es morir un poco; en realidad mueren los otros, los que se quedan y – como todos los muertos – no envejecen, permanecen eternamente iguales en nuestros recuerdos, igual que el lenguaje, que existe, vive y crece cuando circula entre muchos, pero muchos, un país entero, por ejemplo. En boca del exiliado el idioma va muriendo, y secando la lengua que lo pronuncia, hasta que huye incluso de nuestros sueños, para reaparecer un instante antes de la muerte, cuando todos los hombres claman por su madre.
- Una vez – dijo de pronto – me fui a Italia por que me dijeron que estabas allá, pero cuando fui a buscarte a un hotel de Florencia, dónde había no sé qué congreso, ya te habías ido. Te juro que si te encontraba estaba dispuesta a matarte, sí, no te rías, soy capaz, o lo era, por lo menos.
El encuentro, la primera mirada, fueron casi torpes. ¿Cómo saludarnos? ¿Con un beso apasionado, como la tarde de 1978 cuando en la escalerilla del tren juramos encontrarnos en un mes, máximo dos, en un territorio mas propicio para el amor que ese país traspasado por la muerte cotidiana que nos tocó vivir? ¿Cómo podría tocar su mano sin atraerla hacia mi cuerpo, y fundirnos en un abrazo interminable? Me di cuenta que ella también lo había pensado, y lo resolvió dejando la puerta abierta.
- Pasá – dijo – mientras se acercaba con las manos ocupadas con un bol y una espátula. – Estoy haciendo una torta – y me ofreció una mejilla, mientras besaba el aire a mi lado.
- No sabía que horneabas – dije estúpidamente, dado que: ¿Qué sabía yo de Rosa? ¿Quién era, en realidad, esa mujer de unos cuarenta años, aún atractiva desde un punto de vista objetivo?
A fuer de sinceros debí presentarme, puesto que ¿Por qué debería saber Rosa quién era ese barbado profesor de Lingüística de una Universidad de segundo orden de un país de cuarta? ¿Por qué debía ella reconocer, tras el barniz de los años, la serena apariencia burguesa y la ropa de buen corte al joven que rezumaba rebeldía? ¿Por qué ese maduro caballero utilizaba el nombre de quién la enamoró recitando a Neruda después de una asamblea en la que su palabra fue la mas aplaudida?
- Vení, sentate – me ofreció, mientras me señalaba una silla bastante descuadernada.- ¿Hasta cuándo te quedás?
- ¿Cuándo vas a crecer – repitió, suspirando. – Claro que me importa, idiota. ¿Cómo puede a alguien no importarle que lo quieran? Yo también te quiero, nunca dejé de pensar en vos, y también te odio – por supuesto – por tu indecisión, por no haber sido el padre de los hijos que nunca tuve. Te odio por que por las noches, y en los brazos de cualquiera siempre imaginé que eran los tuyos. Te odio por tu amor módico, homeopático. Te odio por no jugarte, por ir por el camino más fácil. Y ahora, después de tanto tiempo pasado, venís a decirme que me querés. ¿Qué es el amor para vos? Te quiero, decís. ¿Y eso qué significa? “No puedo vivir sin vos” o acaso”Vivamos juntos el resto de nuestras insignificantes vidas”, o solamente “Echémonos un polvo”, cortito, como tu módico amor, por que te quedás hasta el vienes y querés volver con la conciencia tranquila a tu vida de siempre.¿Querés redimir en un segundo de honestidad años de silencio y de traición? Te voy a decir algo mas – finalizó Rosa, sin dejar de cebarme un mate – te veo y aun me caliento; me gustaría que me abraces, que me beses, que me desvistas y me pases despacio la mano entre las piernas. Pero si lo hiciera – dejar que me toques, digo – me sentiría sucia, contaminada por tu pusilanimidad, y ya que estamos en tren de llamar a las cosas por su nombre te diría que aunque tengas la pija dura tu alma es blandengue, como diría mi sobrino: “No tenés aguante”. O, si preferís, no hay en vos temple suficiente para merecerme, salvo que sufras lo que yo he sufrido. Y ahora andate – dijo – sin rencor en su voz.
Recorrí a pie los pocos kilómetros hasta el hotel sin dejar de canturrear “Óleo de mujer con sombrero” de Silvio Rodríguez, deteniéndome siempre en la misma estrofa.
Ya van dos años que vivo en Praga, sobreviviendo con lecciones de español para el cuerpo diplomático checo. No me quejo, la paga no es mucha, pero mis necesidades son pocas. Por las tardes, mientras Rosa trabaja en la agencia de turismo, limpio su departamento o lavo su ropa. Algunas veces me he masturbado con su ropa interior, creo que ella lo sospecha, pero no me dice nada. Por la noche cuando vuelve – casi siempre sola – me saluda desde la puerta y me habla en checo, que ya domino bastante bien. Yo espero hasta medianoche en la vereda de enfrente, hasta que apaga la luz.
Los fines de semana de sol la sigo hasta algún parque y la miro desde lejos mientras lee recostada en el césped, como siempre le gustó.
La semana pasada me invitó a pasar. Nevaba mucho. Me convidó con vodka, y escuchamos música hasta que me dijo que me fuera.
- No te confundas – dijo – fue sólo por hoy.
Udi, agosto de 2005
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